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SILLÓN DE OREJAS

Memoria, desmemoria y un aniversario

Los cincuenta años de la muerte de Grimau coinciden con la nueva biografía de Santiago Carrillo Hoy más que nunca hay que defender la librería, elemento fundamental de nuestro paisaje cultural

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Tal día como hoy hace cincuenta años, y a las cinco y media de la madrugada, un pelotón de fusilamiento formado por soldados del regimiento Wad-Ras acabó con la vida de Julián Grimau, miembro del Comité Central del PCE. Lo intempestivo de la hora tenía que ver con la formidable campaña internacional organizada para tratar de impedir lo que todo el mundo consideraba otro “asesinato legal” del dictador Franco. En la nómina de los que protestaron o suplicaron estaban casi todos los que tenían que estar: desde Sartre hasta el Papa. En vano. Después de detenerlo (noviembre de 1962), golpearlo, torturarlo y arrojarlo por una ventana de la Dirección General de Seguridad (dijeron que se había intentado suicidar), se le sometió a un juicio-farsa que pretendía, además de venganza, advertencia. Otro ejemplo de aquel “terror saludable” que tan eficazmente supo utilizar Franco. La prensa extranjera se ocupó de informar al mundo de los grotescos pormenores de aquel proceso, empezando por el talante del comandante acusador, Manuel Fernández Martín, a quien Gregorio Morán describe (en su aún imprescindible Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985; Planeta, 1986) como “un perillán, fraudulento y marrullero, que había falsificado, gracias a sus méritos de guerra y de posguerra, el título de abogado”. En el interior, la situación era muy otra. La represión, la férrea censura y el temor de quienes habían conocido la inmediata posguerra (“la memoria cree antes de que el conocimiento recuerde”, sentenció Faulkner) impedía que la mayoría de la ciudadanía se enterara de algo más de lo que permitía filtrar a una prensa cómplice o amordazada el flamante ministro del Interior, un “aperturista” ambicioso que se llamaba Manuel Fraga Iribarne y que había calificado a Grimau de “caballerete”.

En cuanto a Grimau, bien, vale: ahora sabemos que, durante la guerra civil, no debió de ser precisamente lo que se conoce por un alma bella, lo que no justifica ni un ápice el sanguinario proceder del régimen ni su asquerosa farsa legal. Funcionario del Cuerpo General de Policía y miembro del PCE desde 1936, su trabajo —a las órdenes directas o indirectas de Carrillo— consistió básicamente en ocuparse de la “quinta columna” y acabar con el “cáncer” trotskista y cualquier otra veleidad revolucionaria. Ya ven, una bicoca de curro. Y debió de ser eficaz, porque enseguida ascendió. Con la derrota tomó el camino del exilio y se convirtió en uno de esos cuadros “oscuros y entregados” clónicos en los partidos estalinistas de posguerra. Hasta que, de repente, en 1957 Carrillo decidió enviarle a hacer trabajo clandestino en España. Sí: a un hombre con aquel pasado y a sabiendas de que, de ser descubierto, tendría un destino como el que tuvo. Leo en el capítulo correspondiente de El zorro rojo (Debate), la muy hostil biografía de Carrillo que acaba de publicar Paul Preston, que aquello fue una irresponsabilidad. No es una opinión del historiador británico. Desde dentro del PCE, Federico Sánchez (Semprún) y Fernando Claudín, que ya estaban con un pie fuera, se lo reprocharon inmediatamente al secretario general, que por aquel entonces estaba instalado en su enésimo giro sectario, obsesionado por una quimérica “huelga general pacífica” que de un momento a otro acabaría con la dictadura. Sí, ya sé que todo eso es muy antiguo. Pero qué quieren que les diga: la lectura del libro de Preston y el aniversario de aquel asesinato legal sin luz ni taquígrafos, me han resucitado un momento que tenía olvidado. Aquel 20 de abril (o tal vez el día antes, o el de después), al salir del colegio, la acera estaba sembrada de papeles en los que destacaban mal impresos hoces y martillos silueteados: eran los primeros panfletos que veía en mi vida. Cogí uno y, cuando llegué a casa, se lo enseñé a mi padre y le pregunté. No puedo recordar lo que me dijo.

Recuerdos

Me llegan, por cierto, varios libros que exploran el recuerdo. Ahí tienen, por ejemplo, los que desgrana el profesor Bartolomé Clavero en su “memoria histórica familiar” El árbol y la raíz (Crítica), en la que se entremezclan (a veces atropelladamente) vivencias y percepciones de la infancia y la juventud, educación sentimental, historia oral recabada de supervivientes y, sobre todo, el intento de descargar la conciencia y recuperar “la memoria histórica” de una clase y de una familia andaluza que comenzó a prosperar gracias a la dictadura, mientras en la sierra de Cazalla y en la Axarquía todavía se ocultaban los últimos guerrilleros antifranquistas. También se puede recordar el pasado de otras maneras: reavivando una almibarada y autocomplaciente nostalgia, por ejemplo, como hace Xavier Gassió en su muy vistoso y entretenido Los niños de Franco. Así fue como vivimos (Lunwerg, Planeta), un libro profusa y estupendamente ilustrado (incluye un DVD con imágenes del No-Do) que consigue sacar a flote los más amables recuerdos (“no todo fue malo”) de todos los que pasaron su infancia o parte de ella bajo el franquismo. Se trata, por tanto, de un libro transgeneracional (seguro que se vende bien), porque la dictadura duró lo suficiente como para que tres generaciones la —digamos— “experimentaran”: en sus páginas se rememoran los tebeos, películas, programas radiofónicos, alimentos y golosinas, libros de texto y de lectura, carteles e iconografía, juguetes (muchísimos juguetes) que los niños consumieron (o envidiaron, o desearon en vano) durante aquellos años más o menos plomizos sobre los que este libro pretende ofrecer una mirada irónica, pero (cito los paratextos) “sin concesiones” (¿?). De carácter e intención muy distinta a los dos anteriores es la muy elegante, clásica y breve memoria parcial de infancia y primera juventud que compone el narrador y poeta mallorquín José Carlos Llop en Solsticio (RBA), un libro luminoso y vibrante como la antigua atmósfera de las islas o como esos instantes mediterráneos y gozosos a los que supo poner palabras Ungaretti. Lo he leído en poco más de una hora, y con esa sensación de alegría inconcreta que proporcionan los libros cuya fuerza reside en su destilada sencillez.

Librerías

Con Amazon y otros depredadores enfrente (el lobo salivando mientras mira a Caperucita) comprenderán que ya no tienen mucho sentido las distinciones radicales entre las librerías independientes y las que no lo son: todas se enfrentan a los mismos adversarios mundializados que venden en línea y se las arreglan para evadir impuestos. Hoy más que nunca hay que defender la librería, elemento fundamental de nuestro paisaje cultural. Hay quienes se saben defender mejor que otros: las librerías francesas son un buen ejemplo. Leo con envidia el estudio acerca de las primeras 400 librerías de allí que ha publicado LivresHebdo y me pregunto por qué en España no puede hacerse algo parecido (los datos proporcionados por las 280 librerías asociadas a todostuslibros.com dejan aún mucho que desear). En todo caso, no abandonen a las librerías y ríndanles el homenaje del 23 de abril. Están invitados.

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