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Miedo, frío, hambre

Mario Camus recuerda 'La colmena', la dolorosa historia de la posguerra española El Festival de Cine de Málaga la escoge como Película de Oro en su 16ª edición

Rocío García
Mario Camus, en la playa del Sardinero, en Santander, la semana pasada.
Mario Camus, en la playa del Sardinero, en Santander, la semana pasada.Pablo Hojas

Ha rebuscado en los papeles que todavía conserva en casa, en las notas que tomaba de cada película, de todo aquello que nunca debía olvidar al encarar los trabajos. Lo iba apuntando con esmero y dedicación. Frases sueltas, apuntes, ideas… El título que aparece en el bloc de La colmena son tres palabras: "Miedo, frío, hambre”. Mario Camus ha repasado las reflexiones que hizo hace ya 30 años sobre la filosofía que debía de impregnar esa historia colectiva, triste y dolorosa, también entrañable, en el mugriento Madrid de la posguerra civil, y se ha vuelto a topar con esas palabras: “Miedo, frío, hambre”. Ha abierto el bloc, pero, en realidad, no le hubiera hecho falta. Mario Camus, a sus 77 años, conserva una memoria prodigiosa, envidiable. “Dejo hablar a los recuerdos”, confiesa el realizador de cine frente a la playa de Santander, ciudad donde nació y a la que regresó a vivir hace años. La colmena ha sido elegida Película de Oro en el Festival de Cine de Málaga que comienza hoy. Basada en la novela de Camilo José Cela, La colmena obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Cine de Berlín en 1983 —“creo que al ser una narración de posguerra, los alemanes encontraron muchas similitudes con su propia historia, aunque la suya fuera más reciente, y les gustó el tratamiento dramático salpicado con algún tono ligero”, reflexiona hoy el director—, además de convertirse en España en un gran éxito comercial.

Un paquete de Gitanes sobre la mesa y el ruidoso canto de los gorriones acompañan el relato de este cineasta, tan literario que se dice de él que “escribe sus películas”. Premio Nacional de Cinematografía en 1985, forma parte de esa generación de realizadores —Carlos Saura, Martín Patino, José Luis Borau, Miguel Picazo, Paco Regueiro…— salidos de la Escuela Oficial de Cine que revolcaron el lenguaje del cine español en unos años nada fáciles. Inconformista siempre —“el cine que uno quiere hacer o es inconformista o no es nada”, asegura esta mañana felizmente soleada en la ciudad cántabra—, Camus guarda en su memoria tantas cosas, tantos amigos, tantas anécdotas. Desde su primer guion escrito con Saura en 1958, Los golfos, pasando por sus grandes éxitos en cine y televisión —La colmena, La casa de Bernarda Alba, Los santos inocentes, Fortunata y Jacinta, La playa de los galgos o El prado de las estrellas, entre otros—.

El miedo, el frío y el hambre se quedan para la pantalla porque los recuerdos del director con La colmena están llenos de luz y de gozo, también de felices encuentros, como el que unió su destino con el de José Luis Dibildos, el productor del filme, y el que vivió con todos aquellos grandísimos actores que lo protagonizaron —Paco Rabal, López Vázquez, Agustín González, José Sacristán, Concha Velasco, Mary Carrillo, María Luisa Ponte, José Bódalo, Sazatornil, Rafael Alonso y tantos y tantos otros más—, junto con los decoradores, maquilladores o peluqueros. “El mérito del filme fue de Dibildos, fue él quien me hizo el encargo, el que estaba enamorado de la historia. Nos estábamos buscando ambos, yo para que me produjera una historia que tenía entre manos y él para hablarme de la película, después de que no se cerrara el trato con su primer candidato, Gonzalo Suárez”, dice Camus, quien después de alguna duda se ha decidido por el Campari con soda antes que por el vermú —“no puedo tomar ni sal ni azúcar”—.

Escena de la película 'La colmena'.
Escena de la película 'La colmena'.

Era verano y en el tren que le llevaba a Guadalmina, la localidad malagueña donde tenía una casa Dibildos, Camus leyó de nuevo, por enésima vez, la obra de Cela. “Esto es imposible”, pensó entonces, entre traqueteo y traqueteo. “Esta adaptación es complicadísima”. Pero cuál no fue la sorpresa cuando tuvo en sus manos la escaleta del guion. Comprendió que el resumen que habían realizado hasta el momento —el propio Dibildos y, sospecha Camus, el mismo secretario de Cela, el asturiano Fernando González— era realmente magnífico. Y ese verano, él con la luz del sol y Dibildos bajo los efectos de la luna —“trabajaba de noche y dormía de día”, recuerda el director—, fueron rematando esta tremenda historia de poetas sin futuro, huéspedes solitarios de pensiones de medio pelo que hurgaban en los armarios en busca de una lata de leche condensada o mujeres que regentaban casas de citas mientras, sobre el mármol, procedían a la limpieza de un puñado de lentejas.

Primer día de rodaje. Primera escena. Paco Rabal, en sustitución de Fernando Fernán-Gómez, que había rechazado su participación a última hora, comienza su perorata sobre el inventor de palabras. Voz grave, profunda, impostada, imitando a la de Fernan-Gómez. Y todos horrorizados, incluido Benito Rabal, su hijo y ayudante de dirección en la película. “Corten, corten”, saltó el director. “Pero papá, ¿qué haces?”, añadió Benito. “¿Yo no estoy aquí para hacer lo que no quiso hacer Fernando?”, se defendió el actor.

Superado ese primer escollo —“olvídate de Fernando”, le pidieron todos a Rabal—, la película se rodó sin problemas en seis semanas, respetando las horas de trabajo reglamentarias, y en dos interiores principalmente: el café y la casa de vecinos, además de alguna otra escena en exteriores, como el Retiro madrileño. Camus todavía siente el placer que le dieron los actores con su trabajo, un casting que en su 80% ya estaba decidido por el productor Dibildos. “Estaba arropado por monstruos sagrados. Daba gusto verlos trabajar. Cuando uno tiene enfrente a un replicante de altura, la interpretación llega a una altura increíble. Teníamos a los mejores actores del momento. Con algunos ya había trabajado, pero con otros fue la primera vez, como Bódalo, Sacristán, Victoria Abril, Emilio Gutiérrez Caba o Rafael Alonso”.

Dice que se encuentra viejo y como languideciendo. Algo contrario a la realidad, al entusiasmo en sus reflexiones y la claridad en la exposición de sus ideas —“la destrucción del cine español es una labor constante de todos los Gobiernos”, “la obsesión que tienen con los actores y la gente del cine es pura envida”—, también cuando habla de su pasado. “Ni me aplaudo, ni me degrado. Estoy satisfecho no tanto con mi trabajo, sino con el hecho de haberme dedicado a este oficio y de conocer a gente como Picazo, Saura, Borau, Basilio, Mercero, Regueiro. ¿Cómo es posible que haya gente tan olvidada? He aprendido muchas cosas y ahora tengo el gusto de contarlo”, asegura Mario Camus, que ahora dedica la mayoría de su tiempo a la lectura y a la obligación diaria, por prescripción médica, de caminar media hora rápido y sin parar, ni siquiera a saludar a los conocidos.

Se aleja ya hacia la playa este hombre perseguido por uno de los instantes quizá más bonitos de la historia del cine español. “Milana bonita”. Camus repite la famosa frase de Paco Rabal en Los santos inocentes, llena de bondad y compasión, y recuerda al fallecido José Luis Sampedro. “Milana bonita”.

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