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Bayreuth necesita un Parsifal

El Festival de Bayreuth es uno de los momentos más fascinantes de la música occidental Wagner nunca tuvo la intención de reservar Bayreuth a su obra. Conviene retomar esa idea

Incluso para aquellos que no toleran la música de Wagner y se mantienen a distancia de sus posiciones filosóficas y políticas, la creación del Festival de Bayreuth y el teatro que lo alberga significa uno de los momentos más fascinantes de la historia de la música occidental. Personalmente no sabría qué me admira más: el acorde de Tristán o la voluntad de un hombre por devolver a la ópera, a través de la creación del Festival de Bayreuth y su teatro de ópera, la energía política y social que deseaba Monteverdi.

Naturalmente, no fue él el único que quiso devolver a la ópera su capacidad de expresión dramática, muy alejada del entretenimiento puro. Verdi trabajó durante toda su vida en eso, según describe de modo tan encantador Franz Werfel en La novela de la ópera, y también Berlioz quiso crear en Côte de Saint André un festival que diera la réplica al carácter meramente representativo de la ópera francesa.

Hoy volvemos a experimentar, como en tiempos de Wagner, una decadencia de la empresa musical en la que parece que es importante exhumar una ópera ignota como Artajerjes porque seis contratenores pugnan unos contra otros por representarla, o una cantante excelente como Cecilia Bartoli cree que sus discos se venderán mejor si presenta su imagen como si fuera una especie de Lady Gaga de la ópera.

Wagner demanda del público preparación intelectual, concentración, esfuerzo físico y, por tanto, también aislamiento

Con El anillo del nibelungo Wagner devuelve la ópera a su lugar de origen: la tragedia griega, aunque con su acostumbrada charlatanería sajona; pues si Esquilo representa la Orestiada en seis horas y un solo día, Wagner precisa cuatro días y 16 horas de música. Su decisión más importante fue que, para representar sus obras, busca un lugar muy alejado de la empresa operística cotidiana. Wagner demanda del público preparación intelectual, concentración, esfuerzo físico y, por tanto, también aislamiento. En cierto sentido Santiago de Compostela se hace aquí presente; no sin razón, muy pronto se habló de una peregrinación a Bayreuth.

Lo que allí lleva al escenario es nada menos que el intento de representar en una obra de arte total una visión del ascenso y caída de una civilización, utilizando el mundo de las leyendas nórdicas y célticas y recurriendo a un lenguaje musical enteramente nuevo. Esto deja entrever delirios de grandeza, pero no por ello pierde un ápice la capacidad de fascinar. Naturalmente, la propia biografía desempeña aquí un papel importante: la participación en las barricadas de 1848, el anhelo de una gran nación alemana, el exilio impuesto, la humillación en el artificioso París, en el que Meyerbeer es celebrado como una estrella de Hollywood, la publicación de El Capital de Karl Marx, el entusiasmo por Schopenhauer, el encuentro con la generación más joven, encarnada en Friedrich Nietzsche, que da la espalda al fingimiento del romanticismo burgués en aras de un mundo más allá del bien y del mal; la caótica vida amorosa propia, aunque sea bajo un disfraz burgués y, finalmente, la inapreciable fortuna de encontrar un mecenas en el homosexual Luis II, rey de Baviera, que con 19 años ya poseía la sutil inteligencia para reconocer el genio de Wagner, y que le ofreció todas las posibilidades para realizar el sueño de su vida, como hiciera el papa Julio II con Miguel Ángel.

El teatro de ópera del Festival de Bayreuth significa un edificio teatral en el que todo se concentra en el acontecimiento dramático-musical: como en el anfiteatro griego, los espectadores constituyen una comunidad que ya solo puede concentrarse en el escenario; la orquesta no solo se lleva al foso, sino que se hace invisible; no hay palcos en los que poder reunirse durante los descansos ni vestíbulos en cuyos espejos puedan verse reflejados damas y caballeros. A pesar de todo ello, supuso tal éxito social y artístico que toda la inteligencia europea y la comunidad creadora se dio cita en el primer ciclo del Anillo en 1876. Sin embargo, hasta cierto punto la puesta en escena fue una catástrofe que le hizo soñar con un teatro invisible.

Richard Wagner nunca tuvo la intención de reservar Bayreuth a su obra en exclusiva. Y ha llegado el momento de retomar esa idea

En 1882, Wagner creó Parsifal, obra que supuso la ruptura definitiva con Nietzsche, y que fue ideada para consagrar el escenario del Festival de Bayreuth. Un año más tarde muere Richard Wagner en Venecia. Cosima Wagner se convierte entonces en la guardiana del grial y cambia la concepción de Richard; algo que, pese a la ilimitada admiración que sentía por el compositor, no pudo evitar. Y por el camino que ella había iniciado siguió su hijo Siegfried. Durante más de cincuenta años el teatro del festival se convierte en el tabernáculo en el que se conservan las reliquias. Hitler traba amistad con Winifred Wagner —la inglesa de quien arranca la posterior descendencia— y se apropia de Bayreuth con fines propagandísticos. Afortunadamente, tras la II Guerra Mundial le sucede Wieland Wagner, quien, como un Parsifal, contrarresta la degradación ética y estética del castillo del grial. Bajo el lema de “el Nuevo Bayreuth”, Wieland reestructura el festival, fiel al sentido que tenía para Richard Wagner, investigando y repensando de nuevo la totalidad de la obra wagneriana, con el apoyo, en el ámbito organizativo, de su hermano Wolfgang. Son inolvidables la forma en que despejó la puesta en escena de Parsifal, paloma incluida, las dos escenificaciones del Anillo, la del único Tristán y la de Los maestros cantores, inspirada en Shakespeare y que se convirtió en uno de los grandes escándalos de la historia del festival. Wieland también renovó musicalmente la denominada tradición wagneriana: Pierre Boulez sustituye a Hans Knappertsbusch; Martha Mödl, bajo la dirección de Karajan, interpreta una Isolda cuyo texto, en todas y cada una de sus palabras, es inteligible, y Varnay elabora con él una Brunilda dramáticamente revolucionaria. Wolfgang Windgassen y Birgit Nilsson inspiran a Karl Böhm un Tristán que se ha convertido en objeto de culto. A la muerte de Wieland, Wolfgang asume en solitario la dirección del festival y tiene la feliz ocurrencia de invitar en 1976 a Patrice Chéreau y Pierre Boulez a montar un Anillo que se convierte en la escenificación del siglo: acompañado de las más vivas protestas y silbidos durante su primer año, fue despedido cinco después, en 1981, con una ovación de dos horas que elevó el tiempo de representación del Crepúsculo de los dioses a ocho horas, frente a las seis que suele durar la interpretación de la partitura.

De aquello hace ya 30 años. ¿Qué significa hoy Bayreuth? El llamado peregrinaje sigue siendo aún una experiencia extraordinaria para todo amante de la música que emprenda por primera vez el camino a la localidad bávara. A cambio, uno se resigna incluso a esperar cuatro años. Todos aceptan el retiro en una pequeña ciudad provinciana, no hay quien se sustraiga al embrujo de la excursión a la colina y el descubrimiento de un teatro de ópera donde todo se concentra en lo que acontece sobre el escenario, donde incluso representaciones mediocres se benefician del edificio y de la acústica. Aunque sobre esto hay que decir que la acústica solo es ideal para Parsifal, ya que fue compuesta para esa sala y la fascinación con el sonido de la misma tiene que ver, sobre todo, con la experiencia en su conjunto.

Tener como nuevo objetivo explotar mediáticamente el producto Bayreuth es muy insuficiente

¿Pero sostienen los festivales una visita reiterada? También en otros lugares es posible, desde hace muchos años, asistir a representaciones wagnerianas de primer orden. El Anillo de Karajan en los festivales de Pascua de Salzburgo fue una revolución, sobre todo musicalmente, porque se descubrieron allí matices que jamás se habían escuchado antes. El Tristán de Sellars, Salonen y Viola en París y el de Abbado y Grüber en Salzburgo estuvieron al mismo nivel que el de Heiner Müller y Barenboim en Bayreuth. Las escenificaciones del Anillo de Ruth Berghausen y Herbert Wernicke (ambas en Fráncfort y Bruselas) ofrecen alternativas a la obra maestra de Chéreau en 1976. En la actualidad, los cantantes wagnerianos se forman más frecuentemente fuera de Bayreuth y las condiciones que regulan los ensayos con la orquesta hacen cada vez más difícil atraer a los más grandes directores a Bayreuth, a pesar del coro inigualable y de una orquesta que se sabe la partitura de memoria.

¿Dónde estribarían, pues, las posibilidades de futuro de Bayreuth? Richard Wagner nunca tuvo la intención de reservar Bayreuth a su obra en exclusiva. En sus escritos sobre los festivales habla incluso de organizar un concurso anual para encargar obras específicamente compuestas para Bayreuth, representándolas después en el festival. Ha llegado el momento de retomar esa idea, porque qué duda cabe de que alguien como Wolfgang Rihm podría escribir una ópera fabulosa para Bayreuth. Y no sería el único. Además, las óperas de Richard Wagner podrían beneficiarse si, en estas circunstancias especiales, se las pudiera confrontar a algunas de las grandes obras del siglo XX: Moisés y Aarón, San Francisco de Asís o Las basárides. Naturalmente, en las condiciones que hoy rigen los ensayos orquestales eso no es posible. Es decir, haría falta una nueva organización artística y una financiación completamente distinta.

Pero para qué tomarse la molestia, cuando de todas formas las localidades se agotan con cuatro años de antelación; aunque la espera se reduciría a dos años si el siglo XX y los estrenos se introdujeran en el festival. Si se quiere evitar que una tradición se convierta en chapuza, como ha ocurrido este año con el concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena, habría que repensar ahora todos los ámbitos de aquello que en tiempos de Wagner fue una visión imposible de superar: en el ámbito de la programación, en el de las condiciones de los ensayos, de los convenios del coro, la orquesta y la técnica, en el de la financiación. Esto requeriría la colaboración creativa del Gobierno bávaro. Tener como nuevo objetivo explotar mediáticamente el producto Bayreuth es muy insuficiente. El Bayreuth de Wagner precisaría, hoy más que nunca, un Parsifal que remodele el templo.

Gerard Mortier es el actual director artístico del Teatro Real de Madrid.

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