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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¡Una buena noticia teatral!

Jordi Casanovas ha cambiado de arriba abajo ‘Una historia catalana’ Exito de la obra en el TNC

Marcos Ordóñez

Muchas veces, cuando hablo de teatro en esta columna, es para referirme por enésima vez a la precaria situación del sector, pero hoy quiero celebrar un hecho doble o triplemente insólito. En 2011 se estrenó en el TNC Una historia catalana, de Jordi Casanovas, un singularísimo western fronterizo que juntaba un episodio de brujería, odios y codicia ambientado en el Pirineo (ecos de Giono, de Valle, de Cerdà) y la crónica de la ascensión, a los sones de Orgullo, de Las Grecas, de Luis Calanda Martínez El Cala, atracador y traficante del barcelonés barrio de La Mina que acababa convertido (ecos de Casavella, de Tarantino, del Bigas Luna de Huevos de oro) en capo inmobiliario gracias al boom olímpico.

Las críticas fueron laudatorias, pero la mayoría coincidíamos en que el final era confuso y apresurado. Habitualmente, los autores suelen decirse “Qué sabrán esos”. Tras el estreno, por lo general, el autor ya está con otra función entre manos. La precedente se abandona, o como mucho se retocan algunas líneas. Hay excepciones, como Juan Mayorga. Y ahora Jordi Casanovas, que dijo: “Sí, creo que el final no sube”. Pero no solo rescribió el final: cambió Una historia catalana de arriba abajo, añadiendo un nuevo relato, reordenando las escenas y los vínculos entre ellas. Ha hecho crecer a un personaje del que poco sabíamos, Jusep de Farràs alias Reverendo, interpretado por un soberbio Pep Cruz, que está muy cerca, ahora que lo pienso, del exiliado que vuelve en Patria, su gran éxito de esta temporada en el Lliure y luego en el Poliorama. Conocemos ahora el pasado de Jusep de Farràs en la guerrilla sandinista, y su aventura tiene el aliento de las grandes novelas suramericanas de los setenta y de los pistoleros cansados de Marsé (con unas sorprendentes gotas de Peer Gynt). Más infrecuente todavía es que el TNC le haya abierto otra vez sus puertas (y en la sala grande) para que pudiera mostrar de nuevo su trabajo: eso no lo he visto yo en ningún teatro europeo. Y que el nuevo reparto (David Bages, Lluïsa Castells, David Marcè, Alícia Pérez, Vicky Luengo, Lurdes Barba, Mariona Ribas) parezca llevar dos años trabajando con Pep Cruz, Andrés Herrera y Borja Espinosa, los únicos que se mantienen del elenco original. Hay una energía descomunal en sus trabajos: la mayoría doblan o triplican papeles y han de pasar con celeridad del catalán al castellano, de una caracterización a otra. Ha sido para mí un renovado placer ver otra vez al arrollador Andrés Herrera en el espléndido rol de El Cala, la versión salvaje del Pijoaparte, digno de todos los premios, y no quiero negarme el orgullo de haber detectado, al comienzo de su carrera, ese gran árbol que ha acabado siendo y que crece a cada interpretación.

Quiero celebrar aquí, en definitiva, la alegría narrativa de este espectáculo, sus ganas de contar, de atrapar, de seducir. Tampoco es habitual que un autor que comenzó en el pequeño formato (primero en la germinal Area Tangent y desde hace unos años en la nunca suficientemente ponderada sala Flyhard, de cuarenta butacas, que sobrevive a base de empeño y talento, y que está fabricando éxitos que luego saltan a otras salas) haya quemado etapas tan rápido, ampliando el marco y el tejido de sus obras, primero en la Villarroel, luego en el TNC y en el Lliure.

En estos tiempos en que todo tiende a la raquitización, en que tantos se ven obligados por la maldita crisis a estrechar su imaginario, Jordi Casanovas ha levantado una función que es una novelaza, un peliculón, un epic de tres horas en el sentido más hollywoodiense y también más brechtiano del término, realizado con absoluta economía de medios: un falso muro con dos puertas y unas pocas sillas por toda escenografía, a la que se suma un cambio final, igualmente sencillo pero de gran potencia, que no contaré. Escribo estas líneas para aplaudir la labor de este equipo y para decirles a los programadores que Una historia catalana es una historia vendible, rentable, que puede atrapar a un público amplio, de aquí y de fuera: no está muy lejos (tecnologías aparte) de las adictivas ficciones de Robert Lepage.

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