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Kevin Ayers, leyenda del pop psicodélico, fallece a los 68 años

Fundador de la banda británica Soft Machine, brilló también como cantautor en solitario

Iker Seisdedos
Kevin Ayers.
Kevin Ayers.

La voz de Kevin Ayers, una de las más singulares del pop británico de las últimas décadas, se apagó ayer a los 68 años en Francia, postrer lugar de retiro de este brillante expatriado del rock. Su participación en la primerísima formación de Soft Machine ya sería suficiente para otorgarle un puesto en la historia de estilos musicales como el jazz o el folk. Pero es que además durante su carrera en solitario dibujó con ese timbre barítono, tan dado al recitado confesional, un fascinante y marginal acercamiento a la canción de autor pasada por el tamiz de la psicodelia. “El talento de Kevin Ayers es tan afilado que podría servir para una operación de cirugía ocular”, dijo en su biografía el británico John Peel, tal vez el locutor radiofónico musical más famoso de todos los tiempos.

“La gente bien hace cola para hundirse / Esperan a que el salvavidas se ponga su corona / cuando no saben que está en la otra parte de la ciudad”, cantó Ayers en la escalofriante Song for insane times, canción para aquellos, y estos… y para todos los tiempos enfermos. El tema estaba incluido en Joy of a toy (1969), su debut en solitario, con el que el vocalista se sacudió la tristeza de su despedida de Soft Machine, banda en la que también hacía las veces de bajista y que abandonó al término de una gira del grupo como telonero de Jimi Hendrix en Estados Unidos.

Ayers había formado Soft Machine (tras el experimento de Wilde Flowers) junto al batería Robert Wyatt y Daevid Allen, más tarde líder de Gong, otra banda clave de aquella explosión psicodélica de finales de los sesenta en Gran Bretaña. Entonces, los tres solo eran unos adolescentes ingleses de vacaciones mentales en la luminosa Deià, Mallorca, y la primera mujer del padre de Wyatt era secretaria de Robert Graves.

El batería y Allen se habían conocido en realidad en el colegio Simon Langton Grammar School for Boys, en el condado de Kent, centro para los hijos de los profesionales liberales de cierta progresía, que se sacudía en aquellos años las cenizas de la II Guerra Mundial. En esa escuela nació eso que se dio en llamar el sonido Canterbury, mezclaba la libertad del jazz con la sensibilidad del folk e incluyó la música de Nick Drake, Caravan, Camel, Egg, Gong, The Fairport Convention, Hatfield & the North o nuestros Soft Machine.

La negación de un visado obligó a Allen a quedarse en París, donde la banda había devenido grupo oficial de la Internacional Patafísica y de otras revoluciones estéticas del situacionismo. Ayers compartió las tareas vocales con Wyatt antes de abandonar el grupo tras el magistral debut, que titularon 1 a secas, en una costumbre, emplear los ordinales, que se mantendría como sello de la banda. “Hace poco vi a Kevin Ayers. Estuvo muy bien. Aún siento nostalgia de aquellos días en Deià. Los dos solos. Éramos jóvenes, entusiastas, estábamos borrachos y era maravilloso”, explicó Wyatt a EL PAÍS en 2007.

Después de aquel Joy of a toy, y de sus escarceos junto a Mike Oldfield (que firma como un anónimo guitarrista en sus primeros álbumes, antes del bombazo de Tubular bells), vendrían 16 discos más, que llevan su personal sello, mezcla de inequívoca ironía británica y relax isleño. Entre ellos, destacan títulos como el sensacional Whatevershebringswesing, Bananamour, The confessions of dr. Dream and other stories, o el directo que Ayers grabó en 1974 junto a Nico, Brian Eno y John Cale. El último de sus trabajos, titulado Unfairground y publicado en 2007, supuso su vuelta tras años de enigmático retiro y contó con la colaboración de bandas anglosajones jóvenes, dispuestas al reverenciado reconocimiento del pionero, así como de sus antiguos compañeros de correrías Robert Wyatt y el bajista Hugh Hopper, fallecido en 2009.

Empleó el resto de su vida, la que siguió al primer fogonazo psicodélico, como un refinado expatriado de sí mismo, esa suma de dandi y jipi, que fue tan característica de las décadas de los setenta y ochenta, pero parece definitivamente cosa del pasado. Mallorca, siempre Mallorca, pero también Madrid, Ibiza o el norte de Francia fueron algunos escenarios de su existencia, que casi siempre transcurrió nublada por el alcohol. En España dejó un puñado de buenos amigos, que ayer le añoraron como a un músico excepcional y generoso y a un tipo bien educado en el arte del afecto.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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