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SILLÓN DE OREJAS

El regreso de la niña de rojo

'La niña de rojo' es la última de las interpretaciones acerca de la peripecia de Caperucita Roja. El reglamento de la 72ª Feria del Libro de Madrid no favorece precisamente a los editores.

Max

La primera vez que “leí” un psicoanálisis de Caperucita Roja, la más popular de todas las criaturas del genial Charles Perrault (1628-1703), fue en El lenguaje olvidado (Paidós), de Erich Fromm, publicado casi un cuarto de siglo antes que el célebre Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim, quien, por cierto, se olvidó de citar en su bibliografía al maestro freudomarxista, y prominente miembro de la Escuela de Fráncfort. Para Fromm, la “caperucita roja” era el símbolo de la menstruación de la niña protagonista del cuento, que ya se está convirtiendo en mujer y que “debe afrontar el problema del sexo”. Ya se sabe: el psicoanálisis siempre tan previsible. Desde aquel libro en adelante, he leído docenas de interpretaciones acerca de la peripecia de la muchacha que derrota al lobo caníbal y sexualmente predador, pero, sobre todo, he leído (y visto) múltiples reinterpretaciones del relato para todos los públicos posibles en docenas de versiones ilustradas: desde las más neutras y amables a las más terroríficas. La última de todas ellas es La niña de rojo, un espléndido álbum de Kalandraka dibujado por el gran Roberto Innocenti y escrito por Aaron Fisch. Aquí el bosque es la ciudad y su centro es la selva, llena de colores, pero también de peligros, y donde la joven Sofía (“sabiduría”) encuentra su destino en forma de cazador sonriente, pero con dientes muy grandes. Hermosas ilustraciones para una historia inmortal que aguanta incluso tratamientos políticamente correctos y finales más o menos abiertos.

Ajetreos

Tengo ciertas dudas acerca del estatuto novelístico de Un año ajetreado (Anagrama), el último libro de Anne Wiazemsky. Bueno, en realidad, el penúltimo: Gallimard ha publicado después Photographies, en el que se incluye buena parte de las placas obtenidas con la Pentax que la actriz (y ahora novelista) adquirió en 1967 con el salario que había ganado protagonizando La Chinoise. He leído el libro dos veces, movido por mi fascinación hacia la que fue durante una temporada uno de los iconos eróticos de mi generación, pero lo cierto es que no se lo merece. La primera vez que Wiazemsky nos deslumbró con su fotogenia, a la vez mágica y minimalista, fue en Au hazard Balthazar, de Bresson, pero fue Godard quien hizo de ella un mito. Para muchos jóvenes cinéfilos el hiperromántico Godard de sus grandes películas (desde À bout de souffle a One plus one, ya en su fase maoísta) era no solo el genio encargado de renovar el cine europeo inspirándose en los grandes maestros americanos (y en Rosellini), sino también alguien que amaba tanto a sus actrices que no descansaba hasta “tenerlas” o, al menos, hasta hacérnoslo creer. Y qué mujeres, Seberg, Karina, Bardot, Wiazemsky, todo un panteón de diosas para uso adolescente: Godard se nos antojaba una especie de apóstol obstinado y redundante del amour fou. En su librito más o menos novelesco, Wiazemsky relata aquel par de años locos en que ambos vivieron uno de esos amores por los que suspirábamos. Tenía 19 años cuando escribió a “Jean Luc” para decirle que le amaba tanto como a sus películas, y era una chica corriente, siempre que en esa categoría podamos incluir a una niña rica, convertida en actriz por un maestro del cine (Bresson) cuando aún era una adolescente, nieta de uno de los popes literarios de la derecha francesa (François Mauriac), que todas las mañanas discutía de fenomenología con Francis Jeanson mientras paseaban por el Bois de Boulogne, y que cenaba de vez en cuando en casa de Jeanne Moreau. De esa época, de aquel París intelectual pre-Mayo del 68, de las primeras agitaciones de Nanterre (con Dany el Rojo persiguiéndola por los pasillos a cuenta de la “solidaridad entre pelirrojos”) nos habla este librito ligero y que transcurre dejando en el lector una estela de cotilleos semicultos y amables. Y también —y es lo mejor— nos habla del cine que veían (Godard, Truffaut, Rivette) y les gustaba, de las relaciones de Wiazemsky con su conservadora familia y de su historia de amor con ese Godard caprichoso, posesivo y sentimentalmente muy siglo XX. Pasé un buen rato la primera vez que lo leí (en francés) y bostecé a menudo la segunda, algo que no puede reflejar la frase que el editor me atribuye (no es mía: se lo juro) en la faja que le ha colocado al libro y en la que el sintagma “amor turbulento” me resulta algo excesivo.

Bizantinismos

Ayer se cerró el plazo de inscripción para la 72ª Feria del Libro de Madrid (del 31 de mayo al 16 de junio), dotada este año de un reglamento que no favorece precisamente a los editores. Como siempre, el sol y la sombra han sido piedras de toque de muchas deliberaciones y algún cabreo, como también lo ha sido la eterna cuestión de qué es y qué no es una “librería especializada”. El documento en el que se especifican las especialidades me parece un prodigio de bizantinismo que merecería ser publicado en díptico y repartido a los visitantes, junto con otro en el que se desarrollara toda la casuística posible. Las librerías especializadas, por ejemplo, “no podrán programar en sus casetas firmas de autores ajenos a la especialización por la que han solicitado concurrir a la feria”. Me pregunto qué sucederá en el caso de autores que hayan publicado libros de diferentes géneros y temáticas: ¿quién decidirá si fulanito o perenganita debe ser considerado autor/a histórico, policiaco, “literario contemporáneo”, filosófico, infantil-juvenil, viajero o de referencia? ¿Le pedirán que se autodefina o serán los propios dirigentes feriales quienes decidan a qué “especialidad” es “ajeno”? Yo creo que, para mayor claridad, los organizadores deberían publicar también una lista con la taxonomía autorial: semejante documento constituiría una notable contribución a la historia de la literatura española y hablaría mucho a favor de un sentido del humor que a menudo ha brillado por su ausencia (especialmente ante las críticas). En todo caso, y según me cuenta mi bella librera-topo del lunar en forma de estrella (a la que esta temporada le ha dado por el bloody mary), este año solo estarán al sol una docena de librerías (no especializadas) y la inmensa mayoría de las casetas de los editores, quienes tendrán que asumir en esta edición el papel de parias. En la página oficial de la feria (que, se lo aseguro, no tiene pinta de ir a ganar el premio a la web más atractiva del año) no se dice nada de estas cosas, ni tampoco de ciertas propuestas interesantes, como el proyecto de “sombras prestadas” del think tank del Colegio de Arquitectos de Madrid, que supondría una alternativa razonable para el asunto que crea mayor inquietud a los feriantes. En cuanto al público, me extraña que al Ayuntamiento de Madrid, patrocinador de la feria y controlado por políticos tan preocupados por el bienestar de los ciudadanos, no se le haya ocurrido, como medio de paliar el pavoroso desempleo, la idea de crear un amplio equipo de porteadores de sombrillas (como hacía Picasso con Françoise Gilot en la célebre foto de 1948) que alivien de los rigores del sol a quienes puedan pagarse el servicio.

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