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EL SILLÓN DE OREJAS

Sobre embrujos y entusiasmos

A mí también me entretiene a veces una buena ración de morbo histórico. Los recortes han propiciado nuevos contingentes de emigrantes narrativos procedentes de otros campos

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Para serles sincero, tengo serias dudas de que Secretos del Tercer Reich, de Guido Knopp, hubiera sido publicado por Crítica hace unos años. He releído el pequeño “manifiesto fundacional” al que quería atenerse el sello en 1976 —cuando fue fundado por Gonzalo Pontón— y no creo que a ninguno de los componentes de su primer consejo editorial (tomen nota: Manuel Sacristán, Paco Rico, Josep Fontana, Xavier Folch y el propio editor) les interesara lo más mínimo publicar un libro sobre los “misterios” y “elementos enigmáticos e inexplicables” de los dirigentes nacionalsocialistas, todo ello adobado con su pizca de morbo y su aire de script televisivo para prime time. Pero entonces este era un país muy distinto. Tanto que en aquel primer año con Franco bajo tierra se publicaron 22.000 libros, la cuarta parte que en 2012, y las tiradas medias rondaban los 9.000 ejemplares (3.441 en 2011). Naturalmente, aquella editorial que surgió al amparo de Grijalbo también se ha transformado, evolucionando su “cultura empresarial” al ritmo de la de sus sucesivos propietarios: Mondadori (1989) y Planeta (1998). No quiero decir que la “filosofía” de Crítica haya cambiado radicalmente: tanto Gonzalo Pontón (hoy editor-propietario de Pasado y Presente) como Carmen Esteban, que sigue dirigiendo el sello bajo el paraguas de Planeta, han podido dejar la huella de sus respectivos gustos en el que es todavía uno de los más coherentes catálogos de no-ficción seria. Pero jamás, en los últimos cuarenta años, ninguna editorial (de la Alfaguara de Jaime Salinas a Tusquets de Beatriz de Moura) ha sido absorbida por un gran grupo sin que sus responsables hayan tenido que pagar, tarde o temprano, un evidente, aunque variable, peaje de soberanía, a pesar de las buenas intenciones con que esas fusiones fueran anunciadas. En cuanto al libro de marras, les mentiría si dijera que lo he leído con mohín de malhuele o con la arqueada ceja del desdén. En absoluto: a mí también me entretiene a veces una buena ración de morbo histórico. Y sigue fascinándome, por mencionar uno de los asuntos que el libro pretende aclarar, la obsesión de Himmler —el Reichsführer de las SS responsable de la “política racial”— con las brujas medievales, a quienes consideraba representantes del carácter y la sabiduría germánica y objetos del odio implacable de la Iglesia Católica. Esa obsesión, también patente en la excelente biografía Heinrich Himmler, de Peter Longerich (RBA), la mejor de las disponibles en el mercado, le llevó, entre otras aparatosas movidas, a organizar un centro “científico” semiclandestino en el que investigadores y especialistas se dedicaron a analizar millares de pretendidos “testimonios” acerca de aquellas mujeres supuestamente perseguidas y exterminadas por los consabidos “enemigos del pueblo alemán”. Y todo ello mientras sus Einsatzgruppen se empleaban concienzudamente en asesinar en masa a los judíos en el frente oriental. En todo caso, mientras leía la sección correspondiente del libro de Knopp, no he podido evitar recordar aquella escena de Macbeth (acto I, III), cargada de connotaciones sexuales, en la que el siniestro trío de brujas vuelve a reunirse, en cónclave amenizado por el trueno, antes de encontrarse con el futuro rey de Escocia, que, como Himmler, fue traidor. Sólo que no logré imaginármelas como barbadas viejas vestidas con sucias túnicas negras, sino como espléndidas y saludables walkirias, ataviadas con impecables sayones pardos y tocadas con corozas adornadas de svásticas.

Cineastas

A finales de los ochenta la “nueva narrativa” descubrió por fin el mercado. De repente, y en contexto del efímero himeneo de los gobiernos socialistas con la alta cultura, el aura de lo literario lo permeabilizó todo. Las aguerridas agentes irrumpieron en los hasta entonces relativamente plácidos despachos editoriales como rinocerontes en una cacharrería, se subieron los anticipos, se puso de moda el transfuguismo (la fidelidad era mera arqueología sentimental), y los escritores —y, particularmente los novelistas— alcanzaron el estatus de posibles modelos sociales. Los autores (jóvenes) se convirtieron en objeto de deseo de los medios. Y viceversa: los catálogos se atiborraron de periodistas que podían contar historias capaces de fascinar a una nueva generación de lectores a los que la novela social y los experimentos literarios les eran tan ajenos como a los berberechos el café con leche. Hoy la crisis y los recortes han propiciado nuevos contingentes de emigrantes narrativos procedentes de otros campos. Del cine, por ejemplo. A Trueba, Gutiérrez Aragón, Díaz Yanes, Julio Medem, por citar sólo algunos de los más conspicuos directores que han publicado narrativa en los últimos años, se les unen ahora Fernando León de Aranoa —que ya había publicado cuentos— y Alfonso Ungría. Del primero llegará a las librerías a mediados de mes Aquí yacen dragones (Seix Barral), un conjunto de “ciento trece piezas narrativas” al que los paratextos editoriales celebran como su “primera gran incursión en la ficción seria” (se conoce que los relatos anteriores eran de broma). Por su parte, Alfonso Ungría acaba de publicar en Alianza La mujer falsificada, una divertida novela de intriga (que admite una lectura en clave y guiño de ojo) en la que un investigador se sumerge en el turbio pasado de una mujer hasta que logra desentrañar su misterio. A lo mejor alguien termina llevándola al cine.

¡Yabadabadú!

Hay ocasiones en que uno acaba una buena novela —una de esas que se leen demorando el desenlace para que el placer se prolongue— y precisa un espacio de silencio para confrontarse interiormente con lo que ahora sabe y antes de terminarla no o, al menos, no del todo. Otras veces vuelvo la última página —me ocurre a menudo con ciertas novelas cortas o relatos largos— y el cuerpo me pide comunicar mi entusiasmo, lanzar al aire ese salvaje y estentóreo yabadabadú con que mi admirado Pedro Picapiedra daba rienda suelta a su satisfacción. Esta mañana he sentido lo mismo al terminar ‘La ignorancia de la señora Forbes’ una de las nouvelles que componen Dos historias nada decentes (Anagrama), el último libro de ese indiscutible maestro del humor británico que es Alan Bennett (recuerden, por ejemplo, Con lo puesto o Una lectora nada común). Miren: no debo destriparles su trama, repleta de giros inesperados, puesta en página con un brillante sentido de la comedia (incluyendo el vodevil) y la sátira social, un refrescante dominio del diálogo inteligente y un desmelenamiento narrativo perfectamente administrado. No debo, aunque me muera de ganas de hacerlo; pero si a lo largo de los años que llevo habitando este sillón de orejas me he ganado una pizca de la confianza de mis improbables, les recomiendo que no se pierdan uno de los relatos más chispeantes, cínicos y políticamente incorrectos que he leído últimamente. Por cierto, el otro relato, ‘La señora Donaldson rejuvenece’, tampoco está nada mal, pero uno tiene sus preferencias. De nada, y a gozar que son dos días (y dos cuentos).

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