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EL LIBRO DE LA SEMANA

La otra cara de Disney

Peter Stephan Jungk traza el estudio de un carácter y una reflexión sobre el poder 'El americano perfecto', de Philip Glass, se representa estos días en el Teatro Real de Madrid

Walt Disney.
Walt Disney.

Mientras las Bolsas se tambalean por la crisis económica actual, también hay acciones que no han sufrido caída alguna en los mercados, sino, al contrario, se anotan en auge, como sucedió con la empresa Disney a finales de 2012 en la Bolsa de Nueva York. El imperio fundado por el hijo de un carpintero fracasado de Chicago factura cada año 38 millones de dólares, casi 29 millones de euros. Resulta difícil de imaginar la envergadura de la industria del entretenimiento generado por Walter Elias Disney, empezando con amables tebeos, películas de animación y parques temáticos, y terminando en un temible holding mediático. El ratón Mickey convirtió a su dueño en uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos, que se jactaba de ser “más conocido que el niño Jesús”, y su ratón, “más popular que Papá Noel”.

Disney fue un selfmademan por excelencia, y —lo que le diferencia de otros magnates como Randolf Hearst o Howard Hughes— además un vendedor nato de su propia imagen. Gracias a sus programas de televisión, para el público de todo el mundo este ultraconservador instigador de la guerra de Vietnam y despiadado explotador de sus empleados, era el “tío Walt”, un señor entrajado, de fino bigote y sonrisa afable, que amaba a los niños. Endiosado por el éxito económico, estilizado luego en icono pop por las serigrafías de Andy Warhol, no hay biografía crítica que pueda rasgar sustancialmente esta imagen de hombre ejemplar.

Peter Stephan Jungk, escritor y cineasta austriaco, leyó a fondo las biografías críticas y respiró el ambiente de la época Disney en su infancia

Peter Stephan Jungk, escritor y cineasta austriaco, leyó a fondo las biografías críticas y respiró el ambiente de la época Disney en su infancia. El hijo de judíos huidos de Viena nació en Santa Mónica, muy cerca de los estudios de Burbank, y conoció personalmente a varios colaboradores de Disney. De ahí el aire norteamericano de su novela, que permite un acercamiento inusualmente íntimo y refrescantemente irónico al ambiguo personaje. El americano perfecto teje una tragicómica trama ficcional alrededor de los últimos meses de la vida del “tío Walt”. Leemos la crónica de una obsesión, narrada por un dibujante que en su juventud trabajó unos años en los estudios Disney, hasta que fue despedido por rebelarse contra las condiciones abusivas de trabajo. Desde entonces persigue a su antiguo jefe, a la espera del momento de la venganza.

Wilhelm Dantine, hijo de inmigrantes austriacos, representa la cara contraria del sueño americano. Artista dotado y ansioso de triunfar, pierde tras el despido arbitrario no solo todo su impulso, sino también el sentido común y finalmente a su familia. Después de años vagando por el país a la caza de noticias sobre su contrincante, acaba contando su historia desde la cárcel. “Poder escribir durante meses sin distracciones, sin molestias, alojado en una diminuta celda (desde joven prefiero los despachos pequeños), sin tener que hacer frente a gastos de alquiler, teléfono, luz y gas: ¿no son las condiciones ideales con las que sueña quien desee concentrarse en una tarea?”.

Disney no creó ninguna de sus figuras, no es el genio artístico que presume ser

La figura dudosamente brillante de Disney se contrasta con la de un perdedor, que Jungk ha dotado de rasgos patéticos impagables. Y lo más pérfido de su desgracia es que el talentoso, el culto y refinado es él, mientras Disney, que apenas acabó la secundaria, resulta ser un impostor: no creó ninguna de sus figuras, no es el genio artístico que presume ser; se aprovecha de la creatividad ajena, negándoles a sus colaboradores el derecho de autoría, como Dantine le echa en cara durante el anhelado encuentro al envejecido Walt: “Nunca reconoció que les debe su gloria a sus dibujantes. Nos exprimió gota a gota, para que nuestras ideas y nuestros logros pasaran a la posterioridad como ideas y logros suyos. Apenas acababa uno de enunciar una idea, minutos después ya la estaba dando usted a conocer como si fuera suya. (…) Esa firma suya tan bonita, de trazo redondeado… Creo que eso es lo más característico de su personalidad vacilante: ni siquiera su propia firma es suya. En realidad la dibujó para usted uno de sus mejores hombres. Y usted se esforzó durante décadas en imitar esa firma”.

Peter Stephan Jungk mezcla hábilmente los hechos biográficos con las medio delirantes, medio justificadas proyecciones de su personaje inventado, y añade así un elemento de eficaz distorsión cómica a una figura en realidad poco admirable y nada simpática. La megalomanía del magnate, la frialdad del empresario, la hipocresía del modélico padre de familia quedan nítidamente retratadas, pero también relativizadas por el rencor de su exempleado. Y allí El americano perfecto, sobre el que está basada la ópera de Philip Glass que se representa estos días en el Teatro Real de Madrid,se sale largamente de la novela biográfica, para pasarse al estudio de carácter y a la reflexión sobre el poder. Jungk nunca deja entrar a su narrador en calificaciones de los logros estéticos de la marca Disney, pero sí le hace citar una significativa frase de Serguéi Eisenstein de 1940: “Se trata de esto: de la popularidad poderosa, universal, internacional e independiente del pequeño héroe, Mickey Mouse, dibujado por el gran artista y maestro Walt Disney, que ha desbancado a otro Walt americano —a saber, Walt Whitman—”.

El americano perfecto. Peter Stephan Jungk. Traducción de Cristina Núñez Pereira. Turner. Madrid, 2012. 203 páginas. 19,90 euros

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