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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Si te dicen que Marsé y otros aventis

Si les gusta Marsé tanto como a mí no se pierdan el documental 'Juan Marsé habla de Juan Marsé', de Augusto Martínez Torres A juzgar por la oleada de prosa calenturienta que nos anega, uno podría suponer que el agua del grifo que bebemos cotidianamente ha sido enriquecida con afrodisíacos

Manuel Rodríguez Rivero
Max
Max

Augusto Martínez Torres planta la cámara delante del escritorio de Juan Marsé, el más joven y brillante de los novelistas octogenarios españoles, y deja que el torrente descargue. Un plano-secuencia encadenado (con escasísimas interrupciones) que dura 94 minutos (el muy destilado producto de ocho horas de rodaje) para un relato que no aburre nunca: el del trabajo de uno de los grandes novelistas del castellano (aunque “la verdadera patria del escritor no está en la lengua, sino en el lenguaje”). Martínez Torres desaparece (solo se le escucha decir, en un momento dado, “Louis Malle”) y, sin embargo, está allí, como demuestra la interacción implícita en la mirada del escritor. A AMT no le interesa la biografía del autor de Últimas tardes con Teresa (1966) más que como telón de fondo de una obra narrativa que se extiende (por ahora) desde Encerrados con un solo juguete (1960, Seix Barral) a Caligrafía de los sueños (2011, Lumen). Y de la que también indaga acerca de sus referencias y adaptaciones cinematográficas. Marsé, que da espléndido en pantalla, se despliega y se sincera (y, de vez en cuando, se rasca): despotrica ferozmente contra las que califica de malas adaptaciones de su obra (con especial saña hacia los “bodrios” de Vicente Aranda y Fernando Trueba) y nos explica por qué el cine clásico norteamericano de los treinta y cuarenta no ha sido superado. Nos habla de sus colegas de la Barcelona de los sesenta —aquellos patricios progres que habían sentido curiosidad por el desconocido muchacho obrero que escribía tan bien— y de su amistad con los Gil de Biedma, los Barral, los Ferrater, los Valverde, los Salinas. Y vuelve a deslenguarse con ferocidad —y regocijo— sobre el premio Planeta, que obtuvo una vez y de cuyo jurado formó parte hasta que se le hincharon las narices éticas y estéticas: no es que revele algo que no se sepa (corrupciones anunciadas, tejemanejes cutres), sino que lo denuncia con autoridad autobiográfica y cabreo. Marsé cuenta a la cámara (y, por tanto, al espectador) historias prosaicas de su trabajo, libro a libro, con la misma sabiduría narrativa que si fuera uno de aquellos contadores de aventis de Si te dicen que caí (1973), para mi gusto su obra maestra, una novela cuyos avatares y reescrituras (“me gustaría que las novelas me las escribieran otros y yo me limitara a corregirlas una y otra vez”) han analizado minuciosamente Ana Rodríguez Fischer y Marcelino Jiménez León en la estupenda edición crítica de Cátedra. Si les gusta Marsé tanto como a mí no se pierdan Juan Marsé habla de Juan Marsé, que es como se llama la película: esta semana y la siguiente (por ahora) pueden verla en algunas salas de Madrid y Barcelona. Por cierto, si también les interesa el Marsé más cinéfilo (incluyendo sus prehistóricas críticas de cine en Arcinema y entrevistas a conspicuas folclóricas) busquen en las buenas librerías Juan Marsé, el periodismo perdido (Edhasa), una selección de sus artículos que ha compilado Joaquim Roglan. De nada.

E. L. James, la autora que ha salvado el ejercicio de Grijalbo, se embolsa casi millón y medio de dólares por semana (¡¡¡por semana!!!

Calenturas

Como cada año durante las rebajas, curso visita a los baratillos de libros de esos grandes almacenes para contemplar in situ el elegiaco ubi sunt de las modas editoriales. En apelotonada oferta, baratísimos e intercambiables, se amontonan numerosos ejemplos desechados por el mercado de ese aluvión de novelas “negras” que ha venido a sustituir a la anterior avalancha de novelas históricas: docenas de títulos clónicos publicados insensatamente al amparo del (relativo) éxito comercial de las narraciones de intriga policiaca. A estos se unirá sin duda, cuando remita el actual sarampión, la cansina progenie engendrada por el éxito comercial de los literariamente infumables bodrios de la saga de Grey. Sí, queridos, mientras E. L. James, la autora que ha salvado el ejercicio de Grijalbo, se embolsa casi millón y medio de dólares por semana (¡¡¡por semana!!!) en concepto de derechos de autor de todas las ediciones de la saga, los editores más miméticos siguen invadiendo el paisaje librero con historias pornobobas de sumisas bien dispuestas y amos viriles y severos, en un patético intento de chupar rueda al éxito del momento. Todos, eso sí, prometen erotismos “de alto voltaje” y elaboradísimos Ananga Rangas pensados para (pretendidas) tórridas ceremonias de interior. Ahí van algunos de los títulos (ficción y no ficción), para que se hagan una idea: El juego de Sade, Diario de una sumisa, Desnuda, Inglés para pervertidos, Nadar desnudas, etcétera. A juzgar por la oleada de prosa calenturienta que nos anega, un observador de otro planeta podría suponer que el agua del grifo que bebemos cotidianamente ha sido enriquecida con afrodisíacos como el extracto de cuerno de rinoceronte, la raíz de mandrágora o el legendario clorhidrato de yohimbina. Pero no: por aquí todo sigue igual de aburrido. Y el agua, más cara.

González Calleja tipifica cinco grandes ciclos de violencia terrorista, cada uno de los cuales dura en torno a cuarenta años

Terrorismos

Mientras busco obsesivamente tiempo para sumergirme en la primera gran biografía de 2013, Largo Caballero, el tesón y la quimera (Debate), de Julio Arostegui, ultimo la lectura de El laboratorio del miedo (Crítica), de Eduardo González Calleja, una “historia general del terrorismo” que estudia el fenómeno globalmente y en su evolución a lo largo de la edad contemporánea, señalando las profundas rupturas y diferencias de cada generación terrorista con la anterior. González Calleja tipifica cinco grandes ciclos de violencia terrorista, cada uno de los cuales dura en torno a cuarenta años, pero cuya actividad se solapa con la del que lo precede o lo sigue: los movimientos populistas, nihilistas y anarquistas (1870-1914); los movimientos de subversión armada en los estados nacionales (1905-1945), incluyendo las tentativas de los marxistas revolucionarios, los fascistas y ultranacionalistas; los movimientos anticolonialistas de liberación nacional (1945-1965); la violencia revolucionaria de la “nueva izquierda” (1965-1980), incluyendo la de los movimientos separatistas (ETA, IRA) ; y, por último (por ahora), el terrorismo étnico-nacionalista y el de los movimientos integristas y fundamentalistas (1979-2012). Generacionalmente interesante me ha resultado el análisis de la violencia terrorista surgida a partir del reflujo revolucionario del 68: la Baader-Meinhof y la RAF en Alemania, los “años de plomo” en Italia, etcétera, incluyendo un breve análisis de la alternativa violenta (primero al franquismo, luego a la frágil democracia de la Transición) propiciada por algunas organizaciones de la extrema izquierda española (FRAP, GRAPO). Por lo demás, y para quien esté particularmente interesado en los orígenes anarquistas del terrorismo (con especial atención a España, Francia, Italia y USA) me he enterado de que Tusquets publicará próximamente La seducción del terror, de Juan Avilés. Mientras lo espero, me propongo revisitar a tres de mis terroristas de novela favoritos: Piotr Verjovenski (Demonios, 1871-1872, Dostoievski), Adolf Verloc (El agente secreto, 1907, Conrad) y, un poco más cerca, Benjamin Sachs (Leviatán, 1992, Auster).

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