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PURO TEATRO

Desbordante tempestad

Sergio Peris-Mencheta y la compañía Barco Pirata ofrecen en el Matadero una versión juvenil y entusiasta de 'La tempestad' del dramaturgo inglés, William Shakespeare Brillantes e imaginativas escenas de puesta y un formidable Javier Tolosa como Calibán

Marcos Ordóñez
Una escena de 'Tempestad', por la compañía Barco Pirata.
Una escena de 'Tempestad', por la compañía Barco Pirata.

Tras la estupenda Un trozo invisible de este mundo, de Juan Diego Botto, Sergio Peris-Mencheta ha repetido éxito en el Matadero con Tempestad (sin artículo), su juvenil y jubilosa versión del penúltimo romance de Shakespeare, montada con la compañía Barco Pirata y presentada en Cáceres y Almagro el pasado verano. Tempestad comienza con teatro dentro del teatro. Hay un círculo de arena, un ciclorama al fondo, y una band of brothers pobre y entusiasta, a caballo entre el grupo de En lo más crudo del crudo invierno,de Kenneth Branagh, y aquellos artesanos del Sueño empecinados en hacer Príamo y Tisbe costara lo que costase, con los nervios, carreras y tropiezos de todo ensayo general. El director (Víctor Duplá) se siente sobrepasado por lo desmedido del empeño (“haría falta un galeón, hundir un galeón”) y no acierta a explicar lo que quiere; un actor argentino (Quique Fernández), que se ha quedado sin el monólogo de Gonzalo, se postula para hacer de Miranda. Todos doblarán papeles, mutando a la vista del público; habrá tres Arieles, interpretados por los músicos (Eduardo Ruiz, Pepe Lorente, Antonio Galeano) vestidos de Zipis (o de Zapes), y el propio director encarnará a Próspero. El juego del ensayo se mantiene a lo largo del espectáculo: los cómicos se dirigen a los espectadores, comentan la acción, leen acotaciones, reales o inventadas, fingen perder texto. Es una buena idea, que da frescura a la representación y rompe sus costuras, pero con un riesgo evidente: sacarte de la realidad de la isla, algo que sucede más de una vez.

Hay aquí una gran riqueza de imágenes, que desfilan con tanta sencillez como eficacia: la coreografía de la tormenta con paraguas y cubos; la filmación cenital de un barquito ardiendo en un caldero. O la preciosa evocación con sombras chinescas de la llegada de Próspero y Miranda a la isla, donde una rama que se agiganta hasta convertirse en follaje sacudido por el viento y el ulular de aves nocturnas crean, en un instante, una atmósfera cercana a la de La noche del cazador.

Víctor Duplá, alto y flaco como un Giacometti, da muy bien el tipo físico de Próspero y luego será un vigoroso Antonio, pero a su interpretación del mago desposeído le falta relieve, furia, melancolía. Yo creo que para ese papel hace falta un actor con más edad o más recursos, aunque hay que tener en cuenta que el personaje de Próspero es el que más recortes ha sufrido. Quique Fernández (Miranda/Gonzalo) y Xavier Murúa (Ferdinand/Trínculo) tienen un talento cierto para la comedia y para el matiz, pero hay un exceso de humor en sus composiciones, que enfría su relación y hace que nos desinteresemos un poco: se pierde la inocencia y el descubrimiento de la pasión de esos dos adolescentes, y también echo a faltar en Miranda el paso de la adoración a la rebeldía ante su padre. Cabe celebrar, sin embargo, el brillante mecanismo de farsa que Peris-Mencheta inventa para las primeras escenas de la pareja, haciendo que los Arieles, más arlequinados que nunca, se conviertan en las voces interiores, zumbonas y descreídas, de Miranda y Ferdinand: lástima que el trío machaque una canción tan hermosa como Full fathom five, que en sus voces parece una maqueta desechada de Golpes Bajos. El desafuero queda compensado por la música “incidental” de la isla (o espacio sonoro, como se dice ahora), a cargo de Ruiz, Galeano y Joe Alonso, un tejido de gran belleza y con una gama de instrumentos digna de Pascal Comelade.

Hay aquí una gran riqueza de imágenes, que desfilan con tanta sencillez como eficacia: la coreografía de la tormenta con paraguas y cubos ...

El actor que más llamó mi atención fue Javier Tolosa en el doble rol de Calibán y Alonso. Para Harold Bloom, Calibán es una mezcla de “puro instinto y puro dolor, como un simio al que han enseñado a expresar, en vano, su dolor y su deseo”. Aquí hay dolor a espuertas, porque Tolosa sirve un indígena que habla y se mueve (gran trabajo físico) como un niño discapacitado: te parten el alma sus aullidos, su pena y su rabia por la traición y el abandono de Próspero. No es ninguna novedad decir que Calibán es el gran protagonista secreto de La tempestad: siempre lo es quien más sufre, en Shakespeare y en todo. Otra idea de puesta: el collar de púas que se transforma en la corona de Alonso. La ferocidad del usurpador está muy bien trazada, aunque a ese soberbio Calibán todavía le falta algo más de peligro y de deseo para la rotunda vuelta al ruedo.

Me pareció ver un cierto barullo en las escenas de los nobles, a diferencia del equilibrio en el trazo de los clowns: no es fácil servir esa mezcla de brutalidad, megalomanía, conspiración y candidez (Calibán adorando a un dios estúpido y borracho) y hacer que resulte divertida. Xabier Murúa (Trínculo) y Agustín Sasian (Stefano) bordan sus papeles, y su enfrentamiento tiene una resolución notable: la fuga onírica a partir de la imagen que “adelanta” y cobra vida autónoma, una de las mejores utilizaciones que he visto de una filmación en un escenario.

En el tercio final del espectáculo las ideas “mágicas” brillan a gran altura, siempre a partir de nociones muy simples y de gran potencia visual: Peris-Mencheta resuelve la masque con una maletita, iluminada desde dentro, que contiene un pequeño teatro de marionetas, y los espíritus de la isla acabamos siendo nosotros, los espectadores, filmados en gran angular con una handycam y un objetivo emborronado. Funcionan de perlas, igualmente, las proyecciones de cielo y costa en el ciclorama, a cargo de Joe Alonso.

La evidente voluntad de clarificación argumental, centrada en las luchas por el poder y las mutaciones morales de los personajes (todos aprenden algo, nadie acaba igual que como empezó) tiene como contrapartida, lástima, una considerable reducción del texto: a costa de quedarse con lo más informativo se esfuman no pocos vuelos poéticos de la versión de Manuel Ángel Conejero. Sin embargo, el espectáculo te acaba ganando por la desbordante imaginación de su puesta en escena y la entrega de sus intérpretes: Sergio Peris-Mencheta y Barco Pirata son, indudablemente, un director y una compañía a seguir de cerca.

También he visto La anarquista, la nueva obra de David Mamet, dirigida por José Pascual en la sala pequeña del Español, con un duelo de alto voltaje entre Magüi Mira y Ana Wagener. Se lo cuento la semana próxima.

Tempestad. Dirigido por Sergio Peris-Mencheta. Compañía Barco Pirata. Naves del Español. Matadero Madrid. Paseo de La Chopera, 14. Hasta el 20 de enero.

blogs.elpais.com/bulevares-perifericos/

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