_
_
_
_
_
CRÍTICA: '¡ROMPE RALPH!'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nostalgia de los recreativos

Tampoco nos engañemos, la base dramática de '¡Rompe Ralph!' es exactamente la misma que la de la saga 'Toy story'

Javier Ocaña
Una imagen de 'Rompe Ralph'
Una imagen de 'Rompe Ralph'

Gente que ronda los cuarenta años haciendo películas destinadas a hijos de padres que rondan los cuarenta para que, en alegre comandita familiar, los mayores rememoren su niñez desde la nostalgia y los pequeños conozcan aquello que ahora puede sonar a la era jurásica pero que no hace demasiado ocupaba el tiempo y la ilusión de aquellos niños que ahora son sus padres: los recreativos de marcianitos. La operación comercial y creativa que pretende ¡Rompe Ralph!, nueva apuesta de la casa Disney en formato animado, parecía perfecta; una especie de zapping melancólico donde se puede saltar del Comecocos a Final Fantasy como un éxtasis de anacronismo analógico en la era del digital. Sin embargo, no lo es del todo, al menos en el apartado creativo.

Tampoco nos engañemos, la base dramática de ¡Rompe Ralph! es exactamente la misma que la de la saga Toy story: los juguetes tienen vida propia más allá de los niños y, tras el descanso del guerrero, exponen sus propias cuitas emocionales, sus miedos y sus deseos, como el Ralph del título, que, después del game over y a la espera de que una nueva moneda se introduzca en el mecanismo, marcha cabizbajo hasta su cama-vertedero con el ansia de poder dejar de ser algún día el malo del videojuego. Una muestra más de la era animada en la que vivimos, en la que la reivindicación del indeseable, del raro, del independiente, del Otro, domina sobre aquellos que siempre habían estado establecidos en el olimpo del heroísmo: los guapos, listos, sanos y educados.

La película mezcla bien los formatos y sabe sacar partido a su totum revolutum de estéticas, lo que, en lugar de hacerla confusa, la hace libertaria, casi anárquica en el mejor sentido; como en realidad son los juegos de los niños, donde siempre cabe un playmobil pirata dándose de bofetadas con un master del universo. Aunque, como contrapartida, haber elegido como escenario principal el universo de chuches del juego Sugar Rush lleva consigo inevitables sobredosis de color rosa y pastelería, lo que acaba provocando cierto empalago.

De modo que, ya puestos en la tesitura de que en realidad estamos ante una repetición de esquemas a lo Pixar, pero ambientada en los más añejos videojuegos, habrá que quedarse con el brillante momento-espejo a aquel en que Woody volaba con un brazo roto camino del cubo de la basura en Toy Story: ese en el que la crepuscular sombra de un papel pegado con celo sobre la pantalla de la máquina, con el texto Fuera de servicio y vislumbrado desde dentro, determina el más que probable camino hacia la extinción de un grupo de criaturas con existencia propia. Es entonces cuando la dramática intrínseca del relato se da la mano con la nostalgia extrínseca del espectador adulto: ese aviso de que la máquina está en las últimas es una colleja al nostálgico progenitor, que ya no es el niño que fue, sino un mero acompañante del que tiene al lado.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_