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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El tiempo del micronicho

Diego A. Manrique

Sabemos que el mundo discográfico está viviendo algo parecido a la tormenta perfecta. La industria sufre los efectos de una renuncia general a pagar por sus propuestas, un cambio radical de hábitos de consumo, una devaluación de la consideración social de la música, incluso un desprecio por las funciones de las disqueras. Y eso se resume en un descenso vertiginoso de ventas que ya dura —según países— 10, 15 años.

A partir de esos datos, el discurso tiende a volverse catastrofista. Efectivamente, la música pop es a la vez fenómeno estético y producto industrial. Y ambas están íntimamente relacionadas. Un cataclismo económico de tales dimensiones afecta a la creatividad, de muchas maneras.

Pero eso lo intuye cualquiera. Lo que quisiera destacar es que estos tiempos están resultando prodigiosos para los amantes de los discos. Vivimos en la era de la abundancia. Nunca había estado disponible tanta música. Repito: jamás se vio tal catarata de lanzamientos frescos y semejante repesca de un siglo de grabaciones. Y hablo puramente de ediciones legales.

Vivimos una era de abundancia discográfica, nunca había estado disponible tanta música

Vale, algunas quizás no se molesten en pedir permisos: pienso en la serie sueca Fading yellow, que se dedica al pop-sike. Una etiqueta lo bastante elástica para incluir en su volumen 14 —dedicado a España— grupos tan variados como Mocedades, Módulos o Sirex.

Algo tiene que ver la debacle de las grandes compañías. Han reaccionado huyendo hacia delante, buscando artistas del más amplio espectro comercial. Inevitablemente, están cediendo zonas de menor rentabilidad. Por ejemplo, la explotación del catálogo con sensibilidad de coleccionistas.

Las majors siguen reeditando material pero lo hacen simplificando sus objetivos, renunciando a su potencial educativo. Un sello como Rhino, parte de Warner Music, ya no confecciona las famosas antologías panorámicas, con textos extensos y varios discos, que iluminaban una época musical. No es que hayan olvidado cómo se hacen. Precisamente estos días se reedita el modelo para esas recopilaciones: el memorable Nuggets (1972), obra de Lenny Kaye que definió el concepto de garage rock.

Ese espacio abandonado lo están ocupando compañías especializadas, sellos diminutos, eruditos con buenos fondos, tiendas echadas para adelante. Entre todos, han generado un tsunami de lanzamientos, en CD y/o LP. Los beneficios son demasiado pequeños para una multinacional pero siempre hay quien está dispuesto a satisfacer (o crear) una demanda. Todo lo que el aficionado pueda desear. Todavía no se ha alcanzado el punto de saturación en músicas como el soul, el funk, el reggae o la psicodelia y ya están rastrillando el prog, el punk, el after punk, el metal, el primer indie, el jazz-funk y el techno pop.

Más que nichos de mercado, estos son micronichos: pueden ser tiradas mínimas, de 500 o 1.000 copias para un vinilo. Con esas limitaciones, todo está permitido. Se rescatan proyectos interrumpidos, descartes, maquetas, directos, grabaciones caseras, hasta entrevistas. Un grupo como los escoceses Poets, que editó seis singles en su breve vida, tiene ahora disponibles —milagro— varios discos de larga duración.

Estos guerrilleros de la edición discográfica ya no exploran solo la serie B del rock: han llegado a las divisiones regionales. Han superado el anglocentrismo y están excavando en los sonidos de otros países. Aplican sus estándares de diseño, información y cuidado sonoro a músicas que en sus lugares de origen no disfrutan de ese tratamiento: la cumbia colombiana, el highlife de Ghana, la psicodelia hispanoamericana. Incluso se investiga entre los ancestros. Alguien ha rescatado las canciones que componía y grababa Molly Drake, exclusivamente por capricho personal. Sabiendo que era la madre de Nick Drake, la curiosidad está garantizada. Para 2013 se recuperan los himnos en yoruba del Reverendo Josiah Jesse Ransome-Kuti. Se trata del abuelo del rebelde Fela Kuti (y bisabuelo del escritor Wole Soyinka). Su recuerdo se ha desvanecido en una Nigeria desgarrada por conflictos religiosos pero, felizmente, en 1922 registró unas placas en Londres. Si sueñan con la posteridad, graben música.

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