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IDA Y VUELTA

Marca Cervantes

En un mundo tan propenso a la chapuza y el fraude como la enseñanza de idiomas, la calidad de la que imparte el Cervantes es un modelo de excelencia Ahora, el Instituto Cervantes está sufriendo recortes que traerán consigo la ruina segura de todo lo que se ha ido ganando a lo largo de veinte años

Mercadillo de libros en el Cervantes de Shanghai.
Mercadillo de libros en el Cervantes de Shanghai.Efe.

El Instituto Cervantes es una buena idea que al cabo de veinte años parecía que ya hubiera cuajado y que ahora, como tantas cosas, unas fundamentales y otras superfluas, parece a punto de malograrse. El Cervantes nació en la época de falsa euforia de la Expo del 92 y de la Olimpiada de Barcelona, y creció sobre todo durante la otra euforia más exagerada y más falsa todavía de los años dos mil. Como tantas iniciativas españolas, tuvo un nacimiento tardío y un desarrollo en parte enérgico y en parte atolondrado, y sus mayores logros se han debido y se deben más al esfuerzo de muchas personas trabajadoras y comprometidas que a una elaborada planificación central, que nunca ha existido. Sus modelos eran el Instituto Británico, la Alianza Francesa y el Instituto Goethe: una red internacional de centros dedicada a la enseñanza de la lengua y a la difusión cultural. Porque el español es una lengua transnacional, el Cervantes tenía que acoger y mostrar las culturas diversas de América Latina, y que resaltar en su modelo de enseñanza las variedades de la lengua; y porque España es un país plurilingüe era preciso que el Cervantes divulgara también los otros idiomas españoles y su presencia en las aulas y en las artes. En el centro de Nueva York, que yo dirigí durante dos años, el 23 de abril lo celebrábamos con una lectura pública del Quijote y de Tirant lo Blanc: a quien subía a leer al escenario le regalábamos un libro y una rosa. Quizás por estar lejos de los fervores metropolitanos no veíamos ninguna dificultad en juntar conmemoraciones y símbolos, Sant Jordi y el aniversario de Miguel de Cervantes, y el castellano y el catalán se conjugaban aún mejor por la común vecindad con el inglés.

Dentro de España, con ese instinto infalible para buscar la demolición de las cosas buenas que tenemos, hay gente que piensa que trabajar en el Instituto Cervantes es una sinecura diplomática, de modo que los recortes brutales que se han infligido a su presupuesto no es probable que despierten ninguna ira popular. Lo cierto es que los profesores, quizás la parte más sólida profesionalmente de su personal, la mejor preparada y de más prestigio, ganan sueldos en general insuficientes, y tienen condiciones laborales inseguras. En cuanto a los directores, jefes de estudios, gestores culturales y administradores, sus sueldos son casi insultantemente inferiores a los de los diplomáticos, y además carecen de todas las prebendas de éstos, empezando por la muy importante de la vivienda gratuita. En el Cervantes hay proporcionalmente menos haraganes y aprovechados que en casi cualquier otro ámbito de la Administración española, y una inmensa mayoría de gente que ama su trabajo y lo hace muy bien, muchas veces en circunstancias precarias y adversas, cumpliendo horarios casi siempre interminables y sacando el máximo fruto de medios mucho más limitados que los habituales en los otros institutos europeos. En un mundo tan propenso a la chapuza y el fraude como la enseñanza de idiomas, la calidad de la que imparte el Cervantes es un modelo de excelencia. En las ciudades en las que está presente sus bibliotecas son focos admirables y activísimos de difusión no sólo de nuestras literaturas sino también de las músicas y sobre todo del cine, lo mismo el español que el latinoamericano, un cine casi siempre poco o mal distribuido que de otra manera sería inaccesible para esos públicos. Bautizadas por igual con nombres de escritores de España y de América, esas bibliotecas nunca van a salir en ningún periódico, porque las cosas bien hechas y mantenidas con entusiasmo y tesón rara vez son noticia, pero no es posible entrar en cualquiera de ellas sin tener la sensación de estar pisando algo de lo mejor de nuestro país: espacios amplios, casi siempre bien diseñados, público asiduo, rincones confortables para la lectura o la consulta, estanterías bien nutridas, bibliotecarios eficaces.

En el Cervantes hay menos haraganes y aprovechados que en casi cualquier otro ámbito de la Administración

La organización de actividades culturales es la parte más difícil del trabajo en el Cervantes, la más sujeta a variaciones de calidad entre unos centros y otros. Es inevitable que sea así, en cierta medida: cuesta menos trazar y seguir pautas de excelencia en la enseñanza del idioma y en la gestión de una biblioteca que en algo tan vago y tan amplio como la “acción cultural”. Pero quizás el principal problema es que ni dentro ni fuera del Cervantes ha habido nunca un verdadero debate sobre el modelo más adecuado para la acción cultural española en el exterior. Haría falta un gran acuerdo a largo plazo y por encima de los sectarismos políticos para saber qué es lo que más nos conviene mostrar de nosotros mismos, lo más valioso que podemos ofrecer, dentro de nuestros recursos limitados. Y haría falta también adaptar ese orden de prioridades a las demandas o a las posibilidades específicas de cada uno de los países —y a veces hasta de las regiones y las ciudades— en los que actúa el Instituto Cervantes.

Durante los años de euforia la expansión fue tan acelerada que no parecía que hubiera tiempo para detenerse a reflexionar. Ahora, todavía con más aturdimiento, ha llegado el impulso contrario, y precisamente cuando más falta nos hace una imagen exterior de seriedad y solidez es cuando el Instituto Cervantes está sufriendo recortes que traerán consigo la ruina segura de todo lo que se ha ido ganando a lo largo de veinte años. Mientras mantiene intactos sus privilegios y sus despilfarros, la casta política a la que pertenece este Gobierno se está cebando justo en recortar aquellas zonas del gasto de las que dependen nuestras posibilidades de recuperación: la enseñanza, la investigación científica, la difusión exterior de la lengua y de la cultura. Si el Instituto Cervantes, forzado a unos índices de rentabilidad inmediata, se queda sin actividad cultural de calidad y se limita a la enseñanza del idioma, ¿qué sentido tiene que exista? Los centros de Alemania, que son algunos de los mejor equipados y los más activos, han hecho estudios que revelan el beneficio económico que irradian directamente las actividades del Instituto: en venta de libros en español, en viajes a nuestro país, en algo tan intangible y tan necesario como una impresión colectiva de seriedad y solvencia. Somos muchos los escritores españoles y latinoamericanos que nos hemos beneficiado de la colaboración entre el Instituto Cervantes y las editoriales que publican nuestros libros en otros países.

Si se limita a la enseñanza del idioma, ¿qué sentido tiene que exista?

El Cervantes, como toda la Administración española, necesita asegurar y alentar la primacía del mérito y eliminar el peso muerto de la incompetencia y del favor político. Necesita un proyecto verdadero, amplio, sofisticado, generoso, que tenga en cuenta toda la variedad y toda la riqueza de ese ámbito que es casi el único en el que somos internacionalmente competitivos, nuestros idiomas y nuestras culturas, y que sepa adaptarse con flexibilidad, incluso con astucia, a las condiciones únicas de cada país. Ahora que se ha puesto de moda decir tantas vacuidades y hacer tantas tonterías protocolarias a cuenta de eso que llaman la “marca España”, corremos el peligro de dejar que se pierda lo que ya existe y ha costado tanto construir, el prestigio del Instituto Cervantes, la posibilidad razonable de hacerlo mucho mejor.

antoniomuñozmolina.es/

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