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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Agustín en Desengaño

Fernando Savater

El chico iba a la academia de la calle Desengaño como quien va a misa, como si fuera al burdel, como si lo llevaran al matadero. Lleno de palpitante emoción, esperaba ser desengañado: ¡él, a quien engañaba cualquiera y que en todo momento se engañaba a sí mismo! En la academia se reunían los más díscolos de la facultad, los menos sumisos, los que rechazaban el orden establecido y también a quienes pretendían establecer otro: los ácratas. Al chico le intimidaban bastante pero sin duda le fascinaban a morir. Sobre todo las mujeres: ¡lástima que hubiera pocas, lástima que ninguna se fijase para nada en él!

En la cabecera de la mesa se sentaba Agustín. Con abalorios, con camisas policromas y chillonas, con sus patillas entonces negrísimas y su bronco pelo rizado. Causaba una tremenda impresión de vitalidad, de beligerancia jubilosa y viril: el chico nunca había conocido a alguien así. Agustín tenía la certeza de que debían abandonarse todas las certezas. Desmenuzaba a los clásicos —Heráclito, Parménides, Lucrecio...— y los revivía, los ponía en marcha, los aliaba a la causa eterna de la lucha contra el Señor y sus siervos mercantiles. Empleaba como una maza de guerra su inteligencia inmisericorde, precisa y acorazada, a menudo, sarcástico pero sin pizca de humor. El chico le escuchaba con la misma atención que el pajarillo presta a la serpiente, intentando aprender a ser serpiente antes de verse devorado. De vez en cuando pretendía hacerse el listo, el enterado, y citaba a Bertrand Russell, a Borges, a quien estuviera leyendo entonces, y se llevaba un rapapolvo por ser distraído y tratar de distraer a los otros.

Heráclito, Parménides

Fuera, mas allá de la calle Desengaño, continuaba la sórdida dictadura, con sus dogmas de cartón piedra, tan gris como los grises que oficiaban de sicarios. Pero el chico sabía que antes o después sería derrotada, negada, abolida por la fuerza de los sin ley: Heráclito, Parménides, Agustín... Desde la cabecera de la mesa, el gran Negador seguía hablando de modo irrebatible, certero e invicto: de vez en cuando suspiraba y se rascaba el pecho peludo por la abertura de la camisa desabrochada. El resto de los oyentes se fue marchando poco a poco de la academia, impacientes, aburridos, deseosos de pasar a la acción, incapaces de mantenerse firmes y seguir negando. Pero el chico perseveraba sentado a la derecha de Agustín, tomando notas, creyendo entender un mensaje que ya era solo para él, angustiado y feliz.

El chico miraba a Agustín, oía su voz como el rumor lejano de una cascada negra y pensaba: es mi maestro, nunca volveré a tener un maestro así. Y no lo tuvo.

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