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La exposición que cambió el rumbo del arte moderno

Colonia reconstituye la revolucionaria muestra que, cien años atrás, elevó a Van Gogh, Munch y Picasso a la categoría de maestros

Álex Vicente
Egon Schiele.
Egon Schiele.

Centenares de pinturas amontonadas en las paredes describían desnudos de una obscenidad nunca vista, cielos pintados con colores tan improbables como el amarillo y juegos de perspectivas directamente imposibles. Corría 1912 en este gigantesco pabellón a las puertas de Colonia, del que la burguesía de la época no dudaba en huir despavorida al descubrir lo que se escondía en su interior. El gusto dominante exigía academicismo y tonalidades sombrías. Los pintores expuestos respondieron con paisajes fluorescentes, enfoques impúdicos de la anatomía humana y otras deformaciones de la realidad física que conducirán, en un futuro no muy lejano, hacia la abstracción.

Un siglo más tarde, no deja de resultar irónico observar a cientos de descendientes de aquellos escandalizados visitantes aguardando durante horas en la cola del museo Wallraf-Richartz para observar con fascinación los mismos lienzos que, un siglo atrás, sembraron el pánico en la ciudad. Los artistas expuestos ya no son oscuros alborotadores, sino pintores tan reconocidos como Cézanne, Gauguin, Van Gogh, Munch, Schiele, Mondrian y Picasso. Durante todo el otoño, Colonia celebra el centenario de la llamada exposición del Sonderbund, que lograría cambiar para siempre el rumbo del arte. “Lo alteró todo: la lista de pintores más influyentes y apreciados, los parámetros para valorar el arte y hasta la forma de coleccionar y exhibir la pintura en los museos. Lo que entonces era polémico hoy constituye el canon universal”, explica la comisaria Barbara Schaefer, responsable de 1912: Mission Moderne, muestra conmemorativa que hasta el 30 de diciembre reconstituye aquella exposición de entresiglos con una escenografía idéntica de paredes blancas y aristas negras.

Tras un tortuoso inventario, el museo ha conseguido reunir 120 de las más de 600 obras expuestas hace cien años. Dado su nuevo estatus de obras maestras, la exposición ha requerido un considerable despliegue de medios, así como la movilización de colecciones públicas y privadas de medio mundo. Un proceso laborioso, pero semejante al del original imitado. Impulsada por un grupo de artistas y coleccionistas de una ciudad enriquecida por la industrialización, que veía en la promoción de las artes una forma de ganar influencia en el mapa europeo –y convertirse así en contrapoder al Berlín imperial—, la exposición de 1912 se enfrentó a la incomprensión de sus visitantes. “Al principio, se muestran desconcertados por el hecho de no ver nada. Más tarde, solo ven distorsiones que no significan nada para ellos. En función de su temperamento, se sienten molestos o se tronchan de risa”, escribiría el cronista Hermann Von Wedderkop en una guía de la exposición.

El cosmopolitismo de Sonderbund, en oposición a la escasa vocación internacional de los salones de la época, también impactó en plena eclosión de los nacionalismos europeos. Para no disgustar al Kaiser, que había protestado por la adquisición de varios cuadros de Van Gogh por parte de un museo berlinés, el pintor holandés sería presentado como “un gran teutón”. Los post-impresionistas franceses fueron criticados por exceso de protagonismo, mientras que el escaso calor de los cuadros de Munch, que años atrás se había visto obligado a cerrar una exposición en Berlín ante el estrépito generado, no mereció mejor suerte. El austriaco Faistauer también merecería una mención especial por escandalizar con su retrato de una mujer desnuda practicando algo muy parecido a la masturbación.

El alcalde de la ciudad procuró calmar los ánimos –“nuestra catedral no se tambaleará y los cuadros de los maestros alemanes no caerán de sus paredes”, relativizó en un edicto—, pero una aplastante mayoría no supo comulgar con lo que se exponía en esta “cámara de los horrores”, como la describió la prensa local, más digna “de una consulta de psiquiatra que de una exposición pública de arte”. ¿Los paisajes arlesianos del mismo Van Gogh? “Ignoran toda idea de perspectiva”, dijeron los expertos. ¿El cubismo incipiente de Picasso? “El pequeño Karl dibuja las mismas estructuras con sus juegos de construcción”, sentenció otro crítico. O lo que es lo mismo: mi hijo podría pintar eso, uno de los estereotipos que quedarían vinculados al arte contemporáneo, en el que se seguirá observando la misma disociación entre la creación y el gran público.

Solo los visitantes más cultivados quedaron prendados de lo expuesto. Walt Kuhn, enviado por una asociación de pintores estadounidenses, calcó el concepto para crear el Armory Show, la exposición que, un año más tarde, revelaría a Duchamp, confirmaría el cubismo y permitiría que Nueva York rivalizara con París como epicentro de las vanguardias. De aquí a la proliferación de bienales de arte en medio mundo, solo faltaba un paso. Y otro más hasta la explotación del museo como espacio comercial: hace un siglo, Sonderbund ya vendió merchandising propio con una identidad visual creada para la ocasión y abrió una cafetería para que los visitantes se reconstituyeran después de tantas emociones fuertes. En otra muestra de rabiosa contemporaneidad, en 1912 ya estaba terminantemente prohibido fumar en su interior.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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