_
_
_
_
_
DESPIERTA Y LEE
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sentido y sensibilidad

La buena literatura no tiene sexo, ni siquiera género, pero cuando la escribe una mujer siempre será bautizada como literatura femenina. Y se le asignarán rasgos idiosincrásicos que la cargan de un punto exótico, como si llegase desde un continente casi inexplorado. Pero ¿son acaso las buenas escritoras indígenas de un continente desconocido por los varones, lleno de zonas en blanco en las que solo pone “aquí hay leones”? Así parece haber sido, desde Madame de Lafayette y Jane Austen, pasando por las Brontë, George Sand o la maravillosa Emily Dickinson, hasta comienzos del siglo XX. Pero entonces llegó Virginia Woolf, seguida luego por Simone de Beauvoir, y el espectro en camisón de lo femeninoen literatura se convirtió en una antigualla más bien risible, como el fantasma de Canterville. Creer que esa denominación nos ayudará a entender mejor las obras de Silvina Ocampo y Marguerite Yourcenar, o las de Agatha Christie, J.K. Rowling o Fred Vargas, suena ahora un punto ridículo y hasta absurdo.

No hay una “literatura femenina”, a efectos críticos, pero sin duda ha habido una larga lucha femenina para abrirse paso en la literatura monopolizada y dirigida por la autoridad de los varones. Si hoy esa batalla está ya decidida y han ganado las buenas, a pocas personas debe tanto ese triunfo como a Virginia Woolf. Llamarla escritora a secas es poco, porque fue en toda la extensión del término una mujer de letras, una humanista en el sentido más moderno e innovador de esa calificación: novelista, cuentista, crítica de arte y literatura, ensayista, periodista, editora, alma de esa combinación de tertulia y sociedad secreta que fue el grupo de Bloomsbury, autora de un diario imprescindible y de una correspondencia que conmueve por su penetrante inteligencia y por su atormentado coraje. Si llamamos intelectual al artista que se compromete públicamente con causas cívicas, Virginia Woolf fue una de las figuras intelectuales decisivas del pasado siglo, pese a mantenerse alejada de la lucha de partidos, porque su ensayo Una habitación propia tiene tantas implicaciones políticas y culturales como el Yo acuso de Zola. Ninguno de quienes la hemos amado a través de la lectura podemos consolarnos de no haberla oído conversar…

Como novelista, resulta inadmisible confinarla en el papel de mero epígono de James Joyce, aunque solo sea en atención a que alguna de sus novelas —Mrs. Dalloway, por ejemplo— y varias de sus narraciones son tan buenas como lo mejor que escribió el gran irlandés. Fue una escritora experimental, lo que en su época no resulta demasiado insólito, pero a quien la mayoría de los experimentos le resultaron bien, lo cual ya es más raro. Demuestra penetración psicológica, aguda visión social, un humor malicioso no indigno de Swift aunque mucho menos explícito, y ocasionales toques de auténtica reflexión trascendente —¿filosófica? ¿metafísica?— sin los cuales ningún buen narrador llega a ser verdaderamente grande. Como crítica, tanto de obras ajenas como de las propias (desencantada, con sobrada razón, por el escaso reconocimiento que estas obtenían) alcanza una penetración y una libertad de juicio verdaderamente insólitas, en su tiempo… o en cualquiera. Sabía leer y por eso merece la pena volver a su precioso ensayito ¿Cómo debería leerse un libro?, editado ahora por José J. de Olañeta.

No conozco escrito más emocionante —intelectualmente emocionante, no solo en lo sentimental— que la carta de despedida a su marido Leonard cuando decidió suicidarse. Acaba con una frase terrible y sincera (“no creo que dos personas puedan ser más felices de lo que hemos sido tú y yo”), la declaración estremecedora de que ni siquiera la felicidad basta. Lo que más tememos oír. Y comienza: “Siento que voy a enloquecer de nuevo”. Pero no se trataba solamente de un pánico por la cordura personal. Los nazis amenazaban con invadir Inglaterra y la tenían en la lista de personalidades que debían ser eliminadas cuando dominaran la isla. Ella presintió que formaba parte natural e inevitable del enemigo para los bárbaros y que era en realidad Europa la que iba a enloquecer de nuevo…

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_