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Columna
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Al mejor postor

Países emergentes y emergidos aprovecharán la debilidad actual de Europa y EEUU para hacerse con las grandes obras

La bancarrota de las finanzas públicas no es un problema estrictamente actual en nuestro país, más bien nos acompaña como una alargada sombra desde el inicio de la decadencia de nuestro imperio. Es cierto también que esta insuficiencia de crédito se ha ensañado con mayor fuerza en momentos estelares de nuestra historia, como, desgraciadamente, el que nos encontramos protagonizando en la actualidad. Aunque las circunstancias históricas no son comparables, no creo que esté de más una breve reflexión sobre el pasado para comprender algo de nuestras contingencias presentes. Concretamente, si nos toca hablar de cómo la recesión económica y los problemas financieros de nuestro país afectan al mercado del arte y al coleccionismo, público o privado, podríamos encontrar en lo ocurrido en épocas pretéritas un cierto consuelo.

Creo que el reinado de Felipe IV, por complejas razones políticas, sociales y religiosas, fue sin duda uno de esos momentos de trance de la economía española. Al mismo tiempo, fue la época donde floreció de una forma asombrosa el coleccionismo artístico, liderado por la admirable pasión y buen gusto del propio monarca y seguido por la emulación de los principales actores de la corte. El florecimiento del coleccionismo artístico en la España de la primera mitad del siglo XVII, insisto, en uno de los momentos más delicados de sus finanzas públicas, fue sin duda uno de los episodios más extraordinarios de los vividos en la historia moderna del coleccionismo europeo.

Un episodio concreto fue la importante actividad diplomática llevada a cabo por el rey y por la corte española para adquirir lo mejor de la colección de pinturas del estuardo Carlos I en la almoneda, organizada por la Commonwealth, tras su ejecución en 1641, la célebre Almoneda del siglo. Gracias a ello, las obras más preciadas del rey inglés pasaron a formar parte de la colección real española. Estamos hablando de algunas de las telas más importantes de las que actualmente se exponen en el propio Museo del Prado, como El lavatorio de Tintoretto, el Autorretrato de Durero, La dormición de la Virgen de Andrea Mantenga, o La perla de Rafael. Además de éstas, otras obras de Tiziano, Van Dyck y el Veronés pasaron también a manos de otros coleccionistas españoles.

A estas alturas, el lector puede pensar que me voy por los cerros de Úbeda. Efectivamente, esta particular historia del mercado del arte europeo moderno nos puede sonar a libro de caballerías. La realidad actual es muy diferente. Entre otras cosas, porque las colecciones reales y buena parte de las aristocráticas han pasado a formar parte de esa forma ideal de democracia que son los museos públicos, donde toda la sociedad, ya como legítimos propietarios, disfrutan de su contemplación y deleite. Pero, lo que no ha cambiado es el hecho de que el arte se mueve hacia donde se encuentra el dinero, primera y simple regla del mercado.

Tras años de hegemonía, en España, y en general el mundo occidental, incluidos los Estados Unidos de América, asolados con mayor o menor presión por la crisis económica, nos enfrentamos inesperadamente a la presión que ejercen otros países emergentes o emergidos que están dispuestos, como lo hizo nuestro rey en el siglo XVII, a aprovechar nuestra actual debilidad con la pretensión de reunir las grandes obras que afloran al mercado, siempre dispuestas a cambiar de manos ante el mejor postor. Paralizados por esta coyuntura adversa a los museos públicos occidentales solo nos queda, me temo, defender con mayor responsabilidad si cabe la misión de salvaguardar para futuras generaciones la integridad del patrimonio que hemos heredado.

Miguel Zugaza es director del Museo del Prado.

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