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CRÍTICA: 'LA ISLA DE LOS OLVIDADOS'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Otro punto negro noruego

Javier Ocaña

Casi un siglo antes de que Anders Breivik sembrara de cadáveres el islote de Utoya, mostrando a la sociedad del primer mundo uno de sus esquinazos recónditos, atroces y no por ello dementes, otra isla noruega, la de Bastoy, fue escenario de otra matanza que invitó a la ya muy adelantada sociedad noruega de su tiempo a un examen de conciencia general: en el año 1915, un reformatorio alojado en un punto sin contacto con el exterior, de esos que suelen dar pie a las palizas, los abusos sexuales y a la corrupción económica con las subvenciones estatales sin que las autoridades centrales alcancen a oler la putrefacción, vivió la jauría de un grupo de jóvenes rebeldes con causa, hartos de ser machacados física, moral y hasta espiritualmente. La isla de los olvidados, cuarto largo de Marius Holst (inédito en España hasta ahora), pone en imágenes, limpias, incluso puntualmente brillantes, aunque un tanto mecánicas, aquellos hechos.

La isla de los olvidados

Dirección: Marius Holst.
Intérpretes: Kristoffer Joner, Stellan Skarsgaard, Bejamin Helstad, Trond Nilssen, Daniel Berg.
Género: drama. Noruega, 2010.
Duración: 115 minutos.

Como buena parte de los clásicos carcelarios (aunque estemos en un correccional, y no en una prisión), la película se alimenta demasiado del arquetipo, tanto en el retrato de los carceleros como en el de los presos, un hecho en que tampoco colaboran las carencias emocionales de los chicos, incapaces de provocar empatía incluso entre ellos mismos, de hacer una mínima amistad, lo que hace que el espectador se sienta en demasiados momentos un tanto a la intemperie en la línea de flotación anímica, marcada también por la existencia de distintas clases sociales, más físicas y de carácter que realmente económicas, entre los propios chavales.

Sin embargo, el empaque de la película, de hermosas fotografía y banda sonora, y de elegante puesta en escena (mantener fuera de campo a las enfermeras, como meras presencias fantasmales que no forman parte del problema, es un detalle de exquisito gusto), provoca que el relato avance con cierta convicción, aunque más a través del armazón técnico que del sentimental. Terreno este último en el que sí juega un papel primordial el uso de la potente metáfora que sostiene su narrativa: la de una ballena masacrada por las cicatrices, a la que no dejan de clavar arpones, que sin embargo se mantiene viva y dispuesta para la rebelión contra cualquiera que ose acercarse a su círculo existencial.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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