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PURO TEATRO
Columna
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El capitán y yo

Carlos Hipólito se lleva la parte del león como el capitán Von Trapp en 'Sonrisas y lágrimas', dirigida por Jaime Azpilicueta en el Coliseum. Destacan Silvia Luchetti como María y la orquesta de Julio Awad

Marcos Ordóñez
Silvia Luchetti y Carlos Hipólito, en una escena de 'Sonrisas y lágrimas'.
Silvia Luchetti y Carlos Hipólito, en una escena de 'Sonrisas y lágrimas'.Foto: César Cámara

Cuando Rodgers y Hammerstein estrenaron The sound of music en 1959, no pocos críticos la recibieron como una revisión azucarada de The King and I, su éxito de ocho años antes. La trama básica es muy similar: una muchacha llega a un territorio desconocido (allí Siam, aquí la mansión Von Trapp) para ganarse el corazón de unos niños y de su rígido padre, hasta el punto de que The sound of music podría haberse llamado The Captain and I. Sin embargo, en The sound of music (para siempre Sonrisas y lágrimas en los países de habla hispana) había algo más: una espiritualidad secreta oculta bajo postales alpinas y capas de mermelada. Una espiritualidad que no está totalmente “del lado de las monjas” (aunque son unas monjas seráficas, y la superiora inste a María a vivir su verdadera vida fuera de la abadía) sino en el corazón mismo de la música, que sana y salva al capitán Von Trapp: la música prohibida desde la muerte de su esposa, y que un día, de la mano y la voz de María, entra de nuevo en la casa desolada y hace revivir a los niños y a su padre. ¿A caballo de una tonada tan boba, repetitiva y contagiosa como Do re mi? Sí, justamente: Sonrisas y lágrimas demuestra, por si hiciera falta, que los caminos del Señor son infinitos. También My favorite things tiene ese doble efecto. La letra puede provocar un coma diabético pero nos devuelve (confiésenlo) a aquel lejano momento de la niñez en que necesitábamos imperativamente palabras como esas a modo de conjuro para espantar a los fantasmas. En el núcleo de My favorite things tiembla un olvidado perfume de infancia, y una voz de madre joven hablando en su idioma imposible, y luego, cosida como una línea de plata al vientre de la nube, está su música, que tantos adoraron, con John Coltrane a la cabeza: el maravilloso patrón de vals, la indeleble marca de agua de Rodgers & Hammerstein.

El gran problema de Sonrisas y lágrimas es que Hammerstein enfermó (para morir poco más tarde) y el libreto fue a parar a los muy convencionales Howard Lindsay y Russel Crouse. De Hammerstein eran las firmes estructuras, los giros inesperados, el contrapeso oscuro: el muerto de Oklahoma!, el muerto en busca de redención de Carousel, el lado racista de Nelly Forbush en South Pacific. Por eso, a mi juicio, es mejor la película de Wise que el musical porque firmó su guión Ernest Lehman, el hombre que escribió (de pie, señores) Con la muerte en los talones. Pero no se puede llevar el guión a la escena, lástima: menudos son los herederos de R & H. Y de L & C.

A veces (fantasía delirante) me imagino Sonrisas y lágrimas adaptada y dirigida por Robert Bresson. Sí, ya lo creo que le iría. Las monjas en la abadía, el hombre perdido, el largo camino de María para llegar hasta él. En blanco y negro, por supuesto. Y, sacrificio extremo, sin dejarse una tonada. A cambio, a los nazis solo les oiríamos por teléfono: una amenaza creciente, una voz sin rostro, el rostro de la multitud.

‘Sonrisas y lágrimas’ demuestra, por si hiciera falta, que los caminos del Señor son infinitos

Volvamos al planeta Tierra. Al Coliseum y a Jaime Azpilicueta, director del nuevo montaje, y al muy esforzado equipo. El secreto de cualquier puesta de Sonrisas y lágrimas consiste, diría, en equilibrar la dosis de azúcar, y Azpilicueta cuenta con una baza fundamental llamada Carlos Hipólito, que convierte a Von Trapp en un personaje de carne y sangre, que rebosa autenticidad y convicción, y que el actor interpreta como si estuviera en el West End o en Broadway. Dos grandes momentos para recordar: la eclosión del amor entre el capitán y María durante el baile (Laendler) y la emoción que expresa y contagia al cantar Edelweiss.

María es Silvia Luchetti. Esta joven cantante y actriz argentina es atractiva, irradia energía, tiene una voz fresca y poderosa, pero utiliza un extraño acento (por razones que se me escapan) y no logro entender la mitad de lo que canta, lo cual es fastidioso. Por otra parte, yo creo que toda actriz que encarne a María ha de exhalar, casi como una aureola, una pureza fuera de lo corriente y una alegría exenta de afectación. Dificilísimo cometido: ni siquiera Julie Andrews lo resolvía plenamente. Aun así, hay una evidente química entre Luchetti e Hipólito, que culmina en la escena citada.

Las canciones cuentan con dignas traducciones de Miguel Antelo, pero (detalle gracioso) han mantenido Do re mi en su estupefaciente versión española y peliculera (“do, es trato de varón”, etcétera) porque, por lo visto, era la que el público se empeñaba en corear.

Me gustaron mucho la dirección musical y los arreglos de Julio Awad, al frente de un grupo de excelentes instrumentistas: son solo ocho, pero gracias a su talento y a la amplificación suenan como si fueran veinte.

Otra perla del montaje es Noemi Mazoy, que da una abadesa muy creíble y canta estupendamente Climb every mountain. Y Yolanda García: interpreta con encanto y naturalidad a la adolescente Liesl y entrega un delicioso Sixteen going on seventeen. Me parecieron inadecuados, en cambio, los trabajos de Loreto Valverde (la baronesa Schroeder) y Jorge Lucas (Max): la colocación de las réplicas, los guiños al público, y el innecesario amaneramiento de Max hacen pensar en una revista pleistocénica. Convendría, a mi juicio, limar esos perfiles. También hay un pizpiretismo un poco cargante en las jóvenes monjas (Angels Jiménez, Amparo Saizar, Lurdes Zamalloa), compensado por sus excelentes voces. Algo parecido podría decirse de los niños, y no cito sus nombres porque hay muchas alternancias en el reparto. Es raro ver a críos en escena que no resulten estereotipados y este sexteto no escapa a la maldición, aunque bien cierto es que tienen escasa carne dramática a la que agarrarse. La escenografía de Ricardo Sánchez-Cuerda, que combina interiores lujosos y más o menos realistas con fondos de montañas pintadas, un poco a lo Sybeberg, me parece atractiva, y también resulta inteligente la lóbrega iluminación de la abadía, a cargo de Carlos Torrijos. Pienso, sin embargo, que no hace falta plantar esa enorme y amenazadora esvástica gravitando sobre los protagonistas en la escena del concurso: basta y sobra con los estandartes que se descuelgan en los laterales. Los figurines de Gabriela Salaverri están muy bien resueltos, a excepción del vestido que le endilga a Silvia Luchetti cuando sale del convento y que le da un enigmático aire de paraguas mal cerrado. El Coliseum está a rebosar y el público corea las canciones y lo pasa estupendamente. Hay musical para rato.

Sonrisas y lágrimas. Adaptación de Miguel Antelo. Dirección de Jaime Azpilicueta. Dirección musical de Julio Awad. Teatro Coliseum. Madrid. www.sonrisasylagrimas.com/

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