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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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La Patafísica (también) contra los recortes

Desde que tuvo lugar el último aquelarre financiero de Lehman Brothers (con su máximo responsable, Richard Fuld, alias' El Gorila', oficiando de macho cabrío) se viene registrando en el mundo editorial anglosajón un minoritario, pero sintomático, interés por todo lo que se refiere a la Patafísica...

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Desde que tuvo lugar el último aquelarre financiero de Lehman Brothers (con su máximo responsable, Richard Fuld, alias El Gorila, oficiando de macho cabrío) se viene registrando en el mundo editorial anglosajón un minoritario, pero sintomático, interés por todo lo que se refiere a la Patafísica, aquella (anti)ciencia de las soluciones imaginarias (y de las prolijas reglas que subyacen a las excepciones) inventada por Alfred Jarry, y que, al contrario que los “ismos” de las vanguardias históricas, se mantiene viva gracias a la extendida y libérrima (anti)secta internacional de los patafísicos. A la bien documentada biografía del fundador (Alfred Jarry, A Pataphysical Life), de Alastair Brotchie (MIT Press, 2011), se acaba de añadir Pataphysics, A Useless Guide, de Andrew Hugill, también publicado por la célebre editorial universitaria de Cambridge, Massachusetts. Hugill, músico y miembro conspicuo del Collège de Pataphysique, ha sintetizado en su divertido, erudito e informativo trabajo más de un cuarto de siglo de investigación en torno a la historia de la Patafísica y de sus principales protagonistas, analizando su influencia en la literatura, el teatro, la música y las artes visuales desde los mismos albores del siglo XX, cuando fue formulada por primera vez en la farragosa novela póstuma de Jarry Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico (publicada en 1911, pero escrita en 1898). Desde Dadá a Oulipo, la patafísica ha fecundado buena parte de las más rompedoras e interesantes manifestaciones culturales contemporáneas. E incluso a la mismísima filosofía: Gilles Deleuze aseguraba que, al inventar la Patafísica, Alfred Jarry (1873-1907) se había convertido no sólo en un auténtico precursor de la Fenomenología, sino en un (oficioso) antecesor de Heidegger: al fin y al cabo —explicaba— “el Ser es el epifenómeno de todos los entes, que debe ser pensado por el nuevo pensador, él mismo epifenómeno del hombre”. Hugill rastrea la influencia de la ciencia inventada por Jarry en la obra de, entre otros, Perec, Baudrillard, Calvino, Ballard, Asger Jorn, Prevert, Artaud, Miró, Ernst, Duchamp, Joyce, Roussel, y Marx (los hermanos, claro). Ya ven, un libro apasionante que debería ser publicado en nuestro país, además de por su interés intrínseco, por otras dos razones de peso; en primer lugar, porque las circunstancias (incluido Rajoy) también propician el aumento exponencial del número de patafísicos (conscientes o no) dispuestos a no ofrecer mansamente la grupa a la insoportable política de recortes y empobrecimiento general y, en segundo, porque esa ciencia, capaz de medir la superficie de Dios (para Jarry era el “punto tangente entre el cero y el infinito”), es probablemente la única capaz de suministrar explicaciones convincentes acerca de la alarmante floración de pequeños aspirantes a Ubú en nuestra sociedad: desde la posfranquista delegada del Gobierno en Madrid hasta el inefable nuevo director de La Gaceta (¿o es El Alcázar?), pasando por el lenguaraz eurodiputado Vidal Quadras (con el general de brigada encaramado a su chepa), o la cada vez más insufrible madre superiora Cospedal, por limitarme sólo a los que hablan castellano en la intimidad. De hecho, y al amparo de la crisis interminable, los pequeños Ubús están surgiendo como setas: compruébenlo mirando a su alrededor (los tienen muy cerca). Si no pueden esperar a que algún editor/a más o menos patafísico (conozco a un par que darían el perfil) se decida a publicar en español el libro de Hugill, pueden conseguirlo en Amazon por sólo 16,30 dólares. Que lo disfruten.

Cuenca

Mientras en Cuenca aumenta el número de los que cruzan los dedos para que Catalunya se declare independiente (Lara ha manifestado recientemente que, en esa eventualidad, el Grupo Planeta tendría que trasladarse “a Madrid, Zaragoza o Cuenca”), me permito sugerir a las autoridades competentes de dicha ciudad, a la que Felipe V (némesis de las libertades catalanas, por cierto) llamó “fidelísima y heroica”, la inclusión de la imagen de un libro (analógico) en el campo de gules del escudo de la villa, ocupado hoy por cáliz y estrella. Con ese culto reclamo quizás consiguieran inclinar a su favor el corazón del líder del primer grupo editorial del mundo hispánico (incluyendo, por ahora, a Catalunya y Euskadi). Para los proclives al desaliento les diré que no hay nada imposible: si Esperanza Aguirre consiguió ablandar al millonario Sheldon Adelson para que plantara en Madrid una sucursal de su imperio de juego, qué no podrá conseguir Juan Ávila, alcalde socialista de Cuenca, del mucho más liberal presidente planetario. Y todo a cambio de sencillas concesiones, como podrían ser (sugiero): compra masiva y permanente de libros del grupo por parte de las bibliotecas públicas de la provincia; suscripción obligatoria de la población al diario La Razón; sustanciosas subvenciones a los ciudadanos que mantuvieran permanentemente sintonizada Antena 3; abolición del precio fijo e IVA cero exclusivos para los productos de Planeta; publicidad gratuita en las vallas municipales; erección, frente a la puerta de la Catedral, de un monumento conmemorativo de todos los autores del grupo que han vendido 500.000 ejemplares, desde Gironella, Gala o Luca de Tena (Torcuato) hasta Muñoz Molina, Jorge Semprún o Ruiz Zafón. Como ven, una menudencia en comparación con lo que el reaccionario magnate de Las Vegas Sands consiguió sacarle a la señora Aguirre, a la que, por cierto, mis pesadillas tanto echan de menos.

Solidez

Posiblemente el fragor mediático del Premio Nobel haya dejado parcialmente inadvertida una importante noticia que puede afectar de modo especial al mundo del libro: los prestigiosos sellos francés y alemán Gallimard y Suhrkamp han anunciado una alianza para comercializar a precios “sin competencia” (de uno a cuatro euros) en el formato e-book los fondos de sus catálogos, tanto los de derecho público como los sujetos a copyright. El motivo es que ambas editoriales, conscientes de la explosión del mercado de las tabletas lectoras, han comprobado que los elevados precios de sus libros electrónicos eran disuasorios y fomentaban la piratería (como ven, nunca es tarde para descubrir La Mediterranée o Das Mittelmeer). Lo más preocupante es que, según Ulla Unseld-Berkewicz, directora del grupo independiente alemán, el propósito de ambos sellos es reemplazar en diez años sus libros de bolsillo por e-books. Supongo que los restos mortales del argentino Gonzalo Losada (creador de Austral) y del británico Allen Lane (creador de Penguin), que revolucionaron en los años treinta el mundo de la edición, se estarán revolviendo en sus tumbas. Ya ven: creíamos que la crisis iba a favorecer el crecimiento de los tapablandas de bolsillo y ahora resulta que, si nos descuidamos, los entierra para siempre. Desde que me he enterado, me anega una ola de nostalgia preventiva hacia los “bolsillos” de mi biblioteca, futuras rarezas de un mundo que parece rechazar la sólida y antigua materialidad de las cosas. ¡Glup!

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