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CRÍTICA: 'Verdades verdaderas, la vida de Estela'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El país de los niños perdidos

Fotograma de 'Verdades verdaderas, la vida de Estela'.
Fotograma de 'Verdades verdaderas, la vida de Estela'.

Poco más de un año después del golpe militar de marzo de 1976 en Argentina, el movimiento de las Madres de la plaza de Mayo comenzó a articular su pacífica estrategia de resistencia, orientada a concienciar al mundo entero sobre la desaparición planificada de los opositores a la dictadura. El grupo no tardó en generar algo que era mucho más que una nota a pie de página: las llamadas Abuelas de la plaza de Mayo se integraron para denunciar otra escala del horror, la apropiación y disolución de la identidad, por parte de las fuerzas represoras, de muchos hijos de desaparecidos, extirpados por la fuerza de su entorno familiar. Primer largometraje del joven director Nicolás Gil Lavedra, que aún no ha alcanzado la treintena, Verdades verdaderas, la vida de Estela ahonda en esa parcela de la infamia adoptando los registros de un biopic de Estela de Carlotto, presidenta de la Asociación de Abuelas de la plaza de Mayo, madre de la desaparecida Laura Estela Carlotto y abuela de un niño que nació durante la detención de su hija y que, a fecha de hoy, permanece desaparecido.

Gil Lavedra, hijo del exministro de Justicia argentino Ricardo Gil Lavedra, toma en Verdades verdaderas la decisión de no plantearse nuevas formas para un cine político y apuesta por abordar su relato como crónica de una toma de conciencia que tiene que ver antes con lo puramente humano que con lo ideológico. Sorprenden en el conjunto algunas ingenuidades, unidas a arcaísmos de lenguaje tan evidentes como el uso del flou —un flou, por otro lado, rematadamente kitsch— en los sucesivos flashbacks que van puntuando la trama. La actriz Susú Pecoraro asume su papel como un regalo a manejar sin estridencias, pero la convencional apuesta estilística de Gil Lavedra no parece estar demasiado por la labor de dialogar y amplificar su registro interpretativo. La película cumple con su propósito didáctico, aprovecha en su primer tramo las posibilidades dramáticas del choque generacional e ideológico en el seno de una misma familia y carga de fuerza narrativa alguna de sus imágenes —la habitación en penumbra con los ficheros de los niños desaparecidos—, pero es inevitable quedarse con la impresión de que el personaje hubiese merecido una mejor película.

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