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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Marginalidades, aromas, sarpullidos

Un abigarrado conjunto de sellos fronterizos y marginales subsisten dando orgullosamente la espalda al 'mainstream' y se dirigen a un público cómplice y minoritario

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

La edición tiene su Broadway, incluso su off-Broadway y su off-off- Broadway. Pero desde hace tiempo cuenta también con su off-off-off (y Broadway ya no es necesariamente la referencia), un abigarrado conjunto de sellos fronterizos y marginales que subsisten dando orgullosamente la espalda al mainstream y se dirigen a un público cómplice y minoritario. Se trata de editores —o, mejor: microeditores— que funcionan fuera de los canales de distribución habituales y cuyo producto no son exclusivamente “libros”, al menos como los define el Diccionario de la RAE, sino también fanzines, tebeos, pliegos de papel y toda clase de artefactos, cachivaches y artilugios gráficos. Publican ficciones y no-ficciones, microrrelatos y panfletos, dibujos e historietas, carteles y tarjetones. Y lo hacen en el soporte sólido, y también en el gaseoso o virtual. Algunos tienen dirección y pueden rastrearse en la red, a otros les gusta habitar ese limbo difuminado y tangente a la clandestinidad que sólo conocen sus amigos. No les afecta demasiado la crisis porque nacieron ya instalados en sus pliegues. Son imaginativos, imprevisibles, insolentes, originales, desconcertantes. Y bastante pobres. Son, también, en cierto modo, sintomáticos de un cierto modo de entender la edición al que le fueran tan ajenas las quisicosas del Gremio de Editores y los rankings semanales del Nielsen como a la cebra keniata el hambre del oso polar. Mis topos en el off-off-off me envían noticia de que una veintena de ellos se reunirán el próximo fin de semana en la Biblioteca Pública Casa de las Conchas de Salamanca, bajo el atractivo marbete de Muestra de editores inclasificables. Durante tres días abandonarán el vientre de la ballena para mostrar sus tesoros y cambiar impresiones con su público. Si se les ha despertado la curiosidad y quieren saber algo más (aunque poco más, se lo advierto) busquen en editoresinclasificables.blogspot.com.es.

Nostalgias

Trato de olvidar el vídeo silente en que los testigos de Jehová advierten a sus seguidores sordomudos acerca de los peligros de la masturbación (véanlo en YouTube) enfrascándome en los datos sobre la evolución del mercado del libro electrónico. No quiero abrumar a mis improbables lectores con cifras, pero a estas alturas, y antes del disparo de salida de la campaña navideña, las ventas de los libros virtuales en Reino Unido y en Estados Unidos van por delante de las de los libros físicos, entre otras cosas debido al abaratamiento del producto y de los artefactos para leerlos. En Europa el proceso es más lento, aunque en Francia, todavía a la cabeza del proteccionismo y de la defensa del precio fijo, ya se anuncia que los ebooks superarán en 2015 la nada despreciable cota del 15% de las ventas totales. En España los libros virtuales supusieron el pasado año el 2,74% del pastel, y eso que aquí todo va más despacio: la piratería (aún rampante: hay quien ya se ha bajado gratis el último María Dueñas) y la recesión (los precios de las tabletas las hacen disuasorias para los jóvenes) ralentizan aún más la tendencia. En todo caso, lo cierto es que en el ambiente se sigue percibiendo una cierta nostalgia preventiva del libro de papel: constaten, por ejemplo, el creciente número de novedades que incluyen en el título las palabras libro, librero/a, biblioteca o lector/a. Lo último en nostalgia libresca es la colección de aerosoles con aromas vinculados al libro que ha lanzado al mercado la firma británica smellofbooks.com con objeto de incorporar al libro electrónico aquellos elementos intangibles o simbólicos de los que está desprovisto. El texto publicitario afirma que, rociando las tabletas con esos sprays (que se comercializan a un precio de entre 5 y 10 libras esterlinas) puede lograrse que los libros electrónicos proporcionen la misma “experiencia” de lectura que los de papel. El catálogo de aromas es aún limitado, pero entre los que ya están a disposición del lector destaco el llamado Classic Musty Scent (musty: mohoso, añoso, ideal para leer a los clásicos), el New Book Scent, cuya fragancia es una mezcla de los efluvios de la tinta fresca, el papel y la goma de pegar, y el Crunchy Bacon Scent (bacón crujiente: mi preferido), para los que leen libros a la hora del desayuno. Ya ven: como señala la publicidad, gracias a estos oportunos aerosoles el lector “puede obtener lo mejor de ambos mundos: la comodidad del ebook y el aroma de su libro de papel favorito”, con lo que se eliminan las reticencias hacia los primeros. Estoy seguro de que, si el negocio prospera, la próxima gama de productos será la de sprays pensados para el contexto de cada libro (virtual o de papel); así, las novelas de Faulkner vendrían con su distintivo spray con perfume de verbena o madreselva, Guerra y paz tendría el suyo con olor a pólvora de Borodinó, Tiempo de silencio nos atufaría con la hediondez del repollo frío en escalera de vecinos de posguerra y Cincuenta sombras de Grey conseguiría ponernos a cien con su amplia mixtura de fragancias de flujos corporales. Así que ya saben: a oler, que son dos días.

Convalecencia

Fui a cenar pescado a un restaurante que me habían recomendado y al día siguiente me levanté con un sarpullido como el que padeció Andrés Trapiello después de su intento de podar una pita con motosierra (véase El jardín de la pólvora, 2005, reeditado en Austral). Afortunadamente no se ha tratado de un brote de anisakiasis, pero paso una breve convalecencia transitando entre el sillón de orejas, la cama y otro lugar de peor nombre, mientras picoteo en la montaña de novedades y reediciones y selecciono los libros que leeré en las próximas semanas, al tiempo que voy encestando en el cajón de desechables lo que ni me interesa ni me atrae. Releo entera (son sólo veinte páginas), en el Teatro completo, de Bertolt Brecht (reeditado por Cátedra), la “pieza didáctica” La medida (1930), quizás la más estalinista de cuantas escribió el gran dramaturgo, aunque no sé si todavía estoy de acuerdo con la calificación de “una salvajada” que le dedicaba en el prólogo Miguel Sáenz, su excelente traductor y buen amigo mío. Quizás porque a estas alturas el antihumanismo doctrinario del que hacen gala los “agitadores” que fusilan a su camarada no me escandaliza tanto como antes, sobre todo si lo comparo con el de quienes primero nos hunden en el pozo y seguidamente recogen sus bonus y se echan a correr. Cuestión de punto de vista. Aunque no es muy apropiado para leer en la cama, me sumerjo a ratos en el estupendo manual La Segunda Guerra Mundial, de Antony Beevor, que acaba de publicar Pasado y Presente. Son 1.200 páginas, pero Beevor vuelve a hacer gala de su pasión (y su arte) de buen narrador, de modo que me leo el capítulo dedicado a la toma de Berlín con la misma fruición que si se tratara de una inmortal historia de horror. Reservo, en la mesa de noche, las novelas de Cercas y Guelbenzu. Y me sorprende el sueño contemplando con deleite el proyecto para una escalera de biblioteca que me envía mi amigo Max.

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