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CAFÉ PEREC
Columna
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La mosca de ‘Breaking Bad’

Enrique Vila-Matas

En la carretera de la vida te desvías, un día cualquiera, por un camino equivocado, y basta ese leve error para que todo empiece a irte raro y entres en una pesadilla imparable. A veces, se trata sólo de un golpe de volante, un mínimo viraje absurdo, como sucede en Detour, película de Edgar G. Ulmer del año 1945, puro cine negro de serie B, un filme angustioso de sólo 69 minutos de duración, hecho sin dinero (como lo prueba que no alcanzara a tener siquiera un metraje estándar), pero con un talento narrativo —Ulmer fue discípulo de Murnau— descomunal.

Otras veces, nuestro afán de errar, de vagabundear, nos lleva a un deliberado leve error. Este caso lo ilustra el poema El mapa, donde Gonçalo Tavares nos dice que escribir no es más inteligente que resolver una ecuación matemática y, sin embargo, "entre la posibilidad de acertar mucho, / existente en la matemática, / y la posibilidad de errar mucho, / que existe en la escritura (errar de errante, de caminar más o menos sin una meta) / opté instintivamente por la segunda. Escribo porque perdí el mapa".

En la serie de televisión Breaking Bad, cuyas tres primeras temporadas devoré ayer en sesión continua exagerada, Walter White (Bryan Cranston) es un químico y modesto profesor de instituto que pierde el mapa cuando le anuncian una enfermedad terminal. Pensando en dejar dinero a su familia, deja su decorosa pero mal remunerada vida y acepta fabricar metanfetaminas, deslizarse por un desvío peligroso que le conducirá a una pesadilla imparable.

"Una vez dentro, hasta el cuello", decía Céline. Tras el viraje desafortunado y, al igual que le sucede al protagonista de Detour, Walter White empieza a dar bandazos y es como si se paseara con un traje de muerto por una carretera perdida. Ese panorama de fatalidad lo compaginará, sin embargo, con una inocultable fascinación por lo ilegal, por la transgresión pura y dura, por el trato apasionante con los mafiosos que contaminan su genio de químico creativo, en definitiva, por el desvío atroz y sin salida.

Devoré en sesión continua exagerada las tres primeras temporadas de la serie

Al final, la palabra "contaminación" parece contener el código cifrado de su drama y es esencial en la comprensión del episodio más polémico de la serie, La mosca. Polémico porque provoca la irritación de esa clase de consumidores —tan visibles en internet hoy en día— a los que enerva todo aquella que escapa de los cánones del entretenimiento y se adentra en algún espacio relacionado con la reflexión filosófica o simplemente con el arte de pensar por cuenta propia. Asombra la cantidad de personas incapaces de ver que en La mosca los guionistas, cansados del corsé narrativo de tantas semanas de narración estándar, se liberaron de las presiones comerciales y en un vuelo artístico magistral lograron adentrarse en la esencia misma de la historia que cuenta la serie.

"Mi cabeza no es el problema, la mosca sí lo es", dice muy airado Walter White a su sorprendido asistente, y luego inicia un memorable monólogo faulkneriano (que encontraremos en TeleShakespeare, de Jorge Carrión, publicado por Errata Naturae) sobre la contaminación y otros temas dramáticos que el vuelo solitario de una mosca potencia con razonada demencia: "El universo es aleatorio. Es un caos. Partículas subatómicas sin un fin que colisionan sin rumbo, eso nos dice la ciencia, pero no nos dice porque un hombre cuya hija va a morir esa misma noche se toma una copa conmigo…"

Todavía bajo los efectos del monólogo de Breaking Bad, acabo de ver en el noticiario de TV3 un reportaje sobre la vida y muerte del mosquito tigre en Cataluña y me ha parecido —mosca contra mosquito— que estaba viendo una pieza de ficción, como tantas del inefable informativo gubernamental, mientras que el episodio de La mosca, en cambio, no sólo se ajustaba a la verdad sobre la condición humana, sino que era de un realismo sobrecogedor.

www.blogenriquevilamatas.com

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