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La magistral ‘The master’ brilla en Venecia

Paul Thomas Anderson abruma a la crítica en la Mostra con su fresco visual sobre la Iglesia de la Cienciología

Toni García
El director Paul Thomas Anderson en la presentación de 'The Master', en Venecia.
El director Paul Thomas Anderson en la presentación de 'The Master', en Venecia.Pascal Le Segretain (Getty Images)

Hablar de The master (la película que hoy ha podido verse en el festival de Venecia) cuando el filme aún no se ha enfriado es –casi– una misión suicida. Sabido es que Paul Thomas Anderson no es hombre de medias tintas y con su última película, Pozos de ambición, como referente inmediato, era bastante obvio que esta no iba a ser una experiencia al uso. Lo primero que habría que decir es que The master rehuye al público, se pelea con él, no tiene ningún interés en epatar y casi se diría que corre desesperadamente en dirección contraria. Nada de lo dicho debería ser extraordinario, lo de retar al patio de butacas desde la pantalla grande lo han hecho muchos cineastas a lo largo de la historia: de Murnau a Godard, de Welles a Kurosawa.

Lo extraordinario es cómo ejecuta Paul Thomas Anderson esta historia de profetas vagabundos que acaban siendo dioses y de hombres que no consiguen dejar de serlo. Para sacarnos el tema de encima vale la pena aclarar que toda la polémica sobre la Iglesia de la Cienciología en tanto que núcleo fundacional del filme tiene una sólida razón de ser: cualquiera que se haya tomado el tiempo de leerse ese tostón llamado Dianética apreciará las obvias similitudes entre los adeptos que pueblan la película y los otros, Cruise y compañía. Empezando por los principios fundamentales de la Cienciologia (la regresión, la auditoria emocional, la gestión del trauma, la creencia de que los humanos llevan en la tierra millones de años, etcétera) y acabando por la personalidad del gurú que interpreta Philip Seymour Hoffman y la relación de este con su mujer (a la que da vida una impresionante Amy Adams), plenamente documentada y que la señala a ella como auténtico poder en la sombra.

Así pues, sí, la película habla de la Cienciología, aunque después el discurso se articule en torno a la relación entre  Freddy (apabullante Joaquin Phoenix) y el maestro (Hoffman), eso no quita para que el catalizador de la narración sean las prácticas del culto. De hecho, los diálogos están hundidos hasta las cejas en la historia de este culto y hay docenas de frases en el filme que repiten –literalmente– las palabras propio Ron L. Hubbard, fundador e ideólogo de esta autodenominada iglesia en la vida real. Sin esa influencia hubiera sido difícil que la película tuviera una faz similar y aunque sus responsables lo nieguen por activa y por pasiva –seguramente para evitarse correosos problemas legales- el hecho es innegable.

La película de Anderson empieza en cierto modo del mismo modo que la mencionada Pozos de ambición: vemos al personaje de Phoenix, un miembro de la marina estadounidense que podría beberse el mar a poco que se lo propusiera, en su rutina diaria, que no pasa de romper frutas a machetazos y embelesarse con mujeres de arena. El trazo del realizador es casi caligráfico: no necesita más que dos lineas de diálogo para que nos hagamos a la idea de lo estropeado que está el personaje de Phoenix. Su regreso a casa sólo sirve para corroborar lo frágil de su psique, ahora es un enfermo mental sin más oficio que deambular en busca de un trabajo. Naturalmente su pasión por acercarse al delirium tremens (llega a beber gasolina) no le deja mantener una vida normal así que no le queda otra que acogerse a la vida pirata: roba lo que puede, duerme donde puede, vive como puede. El azar (se supone) le lleva hasta un barco y de allí a los brazos de un tipo grueso, un señor de traje que parece hablar en clave, que le acoge bajo su ala. La causa, que es como se llama la iglesia (escuela en este caso, como ya sucedió con la Cienciología), es aún un pequeño reducto de creyentes que empieza a intuir lo que puede llegar a ser.

Contar más sería arruinar la película pero se puede decir que hay momentos en la misma en que se antoja la voluntad del director de estructurar el filme, ya no como una criatura de la narrativa convencional, sino como una serie de frescos (impresionistas, para más señas, junto con algún borrón de Norman Rockwell) que en su conjunto constituyen una impresionante mirada a los mecanismos de funcionamiento del ser humano. Cada cuadro (llamémosle así) añade algo más a la historia, como si de una retrospectiva se tratará. The master se traduce así a los códigos pictóricos, como si su responsable fuera un artista que coquetea con el hiperrealismo utilizando la cámara en lugar del pincel. Esa impresión, pasada además por el tamiz del espectacular trabajo de fotografía de Mihai Malaimare (sustituyendo al habitual de Anderson, Robert Elswit), le da a la película el aspecto de un lienzo. De hecho, hay momentos en que es imposible no recordar el trabajo del director de fotografía Russell Metty para Douglas Sirk, especialmente cuando La causa se desplaza a Nueva York y el momento en que Freddy aparece como empleado en los grandes almacenes. Además, si El maestro podía ser un personaje Rockwelliano, Freddy parece haber sido modelado por la cámara de Sebastiao Salgado en sus trabajos en Brasil o Bosnia: un tipo hundido en su propio rostro y que respira por imperativo legal.

El filme transcurre en los años 50 (Hubbard fundó la Iglesia de la Cienciología en 1952) y retrata la fulgurante ascensión de “el místico de altos vuelos” (tal y como lo define uno de los personajes de la película) Lancaster Dodd. A través de su figura, la de un hombre que despega, Anderson dibuja la de su némesis, Freddy Quell, porque ambos saben que su camino se bifurcará pero se necesitan mutuamente para sublimar su frustración. El uno espera curar al otro, el otro necesita desesperadamente creer al uno. El trabajo de cámara del realizador, su exquisitez en las escenas aparentemente menores, su preciosismo visual (entendido como un instrumento que complementa el magnífico libreto, no como el capricho de alguien que necesita desesperadamente lucir pelaje), su capacidad para la creación de atmósferas (ese interrogatorio a base de repeticiones con el que el Maestro somete a Quell) convierten a la película en un auténtico planeta: es imposible abarcarlo todo en una sola visita.

Naturalmente, el armazón argumental de la película son Hoffman y Phoenix. Sus actuaciones superan el ámbito de la adjetivación y es un milagro ver cómo se fusionan a través de dos estilos totalmente distintos: si el primero consigue eludir el tópico del liante charlatán el segundo protagoniza un ejercicio de introspección que duele horrores. El dueto sobrepasa el consabido epíteto de la química para situarse un escalón por encima de cualquier valoración crítica. Son dos monstruos dedicados a morderse, a amordazarse, a atraerse sin cortapisas. Uno, Phoenix, con el aspecto del yunque que está a punto de decir basta; el otro, Hoffman, con la pinta de un imán de una tonelada que atrae todo lo que huela a desesperación en una milla a la redonda. Los dos sobreviven a primeros planos ante los que –francamente- uno siente pánico: no es sencillo arrojarse al espectador de la manera en lo que hace el reparto de esta película.

Juntos, y con la ayuda de una Amy Adams poderosísima, regalan a Anderson el placer de poder hacer una cinta que eleva –con grandeza- el tono del séptimo arte en Venecia pero no solo aquí. Una obra de la que se hablará hasta la saciedad y que será recibida con pasión o fiereza pero que nunca tomará la forma de un interrogante. Una película que acaricia o golpea, que habla sobre la amistad, la mentira, y los renglones torcidos de Dios.

Anderson es uno de los cineastas más poderosos con los que un cinéfilo puede toparse, su obra es tan ambiciosa, tan aguerrida, que intentar hablar en profundidad de The master sería casi una herejía. Lo mejor que se puede hacer con ella es verla, y si es posible (ya sabemos que el maldito IVA se interpone) repetirla.

El director asegura que no se concentra en la Cienciología

T. G.

Acostumbra a pasar, el enfant terrible nunca deja de serlo, ya esté en Venecia, en Alicante o en Pernambuco. El actor Joaquin Phoenix ha sido hoy el —trastabillado— protagonista de la conferencia de prensa de la descomunal The master: ha llegado con cara de aburrimiento (o asco, difícil especificar), ha dicho tres palabras ("no lo sé"), se ha fumado un pitillo, ha visitado la constelación de Andrómeda mirando al techo y se ha largado sin decir adiós. Es decir, todo el repertorio de memeces que se le pueden colgar a una estrella —presuntamente— atormentada que se pasea por un festival de cine de categoría A como quien va a un club de noche y chulea al portero.
Tampoco es que Paul Thomas Anderson y Philip Seymour Hoffman (ataviado este último con una gorra de los New York Rangers y sonrisa en la cara) hayan estado especialmente elocuentes, pero al lado de Phoenix parecían cotorras, especialmente el segundo. La sala de prensa estaba abarrotada (lo que no constituye ninguna sorpresa sabiendo que era la película más esperada del festival) y como viene siendo costumbre a los que están en la tarima defendiendo la película parece importarles un bledo lo que tienen que decir los de abajo, tipos y tipas en sillas que —en muchos casos— hacen preguntas que no invitan a la reflexión sino al desvarío. Aun así, el acto (ridículo) ha servido al menos para confirmar que este tipo de reuniones donde hay desgana a ambos lados del tablero deberían evitarse: el formato no da para más.
"La historia hubiera podido suceder en cualquier esquina de la Tierra pero lo cierto es que el hecho de que suceda en América me ha ayudado a desarrollar el sujeto que quería tratar. A diferencia de lo que muchos dicen, esta película no se concentra en la historia de la cienciología sino que quiere analizar la relación entre los dos protagonistas, dejando fuera cualquier otro tipo de análisis sociológico de esta o de EEE UU. Lo que sí puedo decir es que el inicio de ese movimiento ha inspirado de alguna manera mi trabajo, pero no tiene nada que ver con lo que ha acabado siendo la película, sobre todo porque no conozco las dinámicas internas de ese grupo", afirmaba Anderson en la respuesta más larga de la velada mientras Phoenix desaparecía como por arte de magia.
El mano a mano ha sido pues para Anderson y Hoffman. "Mi técnica cuando voy a la sala de montaje es eliminar todo lo superfluo y esperar que el resto sea suficiente para la narración", afirmaba el primero, y el segundo desmentía los rumores (ya a voz en grito) de que en el setde la película se habían vivido momentos de tensión extrema: "Conozco a Paul desde hace 20 años, es —sobre todo— un amigo, sabemos sacar lo mejor el uno del otro y nos divertimos mucho pero la amistad es lo que va primero". Y con Phoenix ya de vuelta, una última pregunta, surgida de una voz femenina (periodista para más señas): "Señor Phoenix, hay una escena en la película en la que destruye usted un inodoro, ¿ese inodoro era de verdad?". Al final será cierto eso de que la profesión está en crisis.

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