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Las riquezas invisibles

Aisling Foster creció con el rumor de que las joyas de los Romanov se guardaron en una cocina. Es el argumento de su novela sobre el amor y el desencanto

Isabel Burdiel

A salvo en la cocina

 Aisling Foster

Traducción de Bárbara Mingo Costales

y Andrés Barba

Pre-Textos. Valencia, 2012

428 páginas. 27 euros

En la desangelada habitación neoyorkina de una revolucionaria rusa llamada Nina, Rita Fitzgerald, la tímida esposa recién casada del esforzado independentista irlandés Frank O’Fiaich (née Fee), hace dos descubrimientos. El primero, que la delegación soviética en Estados Unidos lleva consigo una parte sustancial de las joyas de los Romanov con la intención de venderlas, quizá, en América. En los brazos de Nina, además, la nueva señora O’Fiaich descubre que existen sensaciones que su adusto marido revolucionario es incapaz de proporcionarle. Tanto la belleza de las joyas como aquel placer desconocido (que nunca volverá a repetirse) la acompañarán los próximos 40 años de una vida que por ellos se tuerce y en ellos encuentra el ancla. “Usted y yo somos las auténticas revolucionarias, chérie —dijo Nina—. Entiende lo que es el placer, ¿verdad? ¿Volverá a probarse las joyas?”.

Sí, Rita Fitzgerald —relegada a la oscuridad por un marido dedicado en cuerpo y alma a la revolución— volverá a probarse las joyas muchas noches, a solas. Poco a poco comprende que necesitan ver la luz y que hay algo en ellas que resiste y subvierte el rígido código moral que los partidarios de Éamon de Valera quieren imponer a la nueva Irlanda. Los pendientes de la zarina la acompañarán en el parto de su primer hijo y brillarán casi escondidos cuando participe en primera línea, como la esposa irlandesa perfecta, en una marcha de la organización femenina Cumann na mBan. Con manos firmes, Aisling Foster entreteje un relato que se lee con esa extraña sensación de sorpresa y melancolía que deja el paso de una estrella fugaz. Historia y ficción se iluminan mutuamente para hablar del amor y del desencanto, de la ternura y de la ira, de la amistad y de la traición, de los hombres y de las mujeres. Todo ello engarzado en la vieja historia de cómo las joyas de los Romanov acabaron escondidas en una cocina de Dublín como garantía del crédito que los revolucionarios irlandeses concedieron a los rusos en 1919.

Hija de una familia de la alta burguesía probritánica (la gente del Dublin Castle), Rita cayó en el embrujo de la nación que se libera a sí misma y se casó, a los 18 años, con uno de sus más valientes soldados. Poco a poco él va convirtiéndose en un extraño y ella comienza a desarrollar, mientras acaricia en secreto sus joyas ocultas, una mirada penetrante teñida de humor, de sutileza y de escepticismo (siempre contenido por la ternura) respecto a los planes de los grandes hombres que la rodean. Unos planes que, como dijo en una ocasión Frank, preveían una sociedad en la que familias decentes como la suya no necesitarían gran cosa. “Nos bastará con tener donde reposar la cabeza y un rincón para que Rita prepare la cena (…) una cultura católica irlandesa, esencial y sencilla, una familia rural de gente inocente y solo informada por su Iglesia”. La mirada de Rita, y la poderosa voz literaria que va adquiriendo a lo largo de la novela, se construye sobre un delicado gusto por la ambigüedad, sobre la arriesgada combinación de perversa inocencia y de burlona sagacidad, de sumisión y rebeldía, de una inteligencia que recorta el espacio al estereotipo del resentimiento femenino. Es esa voz y las otras muchas con las que dialoga las que exploran las contradicciones, los caminos posibles, recorridos y sin recorrer, del nacionalismo irlandés, sus tensiones sociales y culturales, su lado oscuro, lo escondido, callado o susurrado en las cocinas de Dublín. “Una cosa es la vida espiritual —exclama horrorizada la muy respetable madre de Rita— y otra muy distinta que el clero acabe por transformarse en una policía secreta con derecho a espiar a todo el mundo y a decirle a cada uno lo que más le conviene”.

Frente a ella, y en su misma cama, se oye la voz adusta, lúgubre y clerical, moralmente represiva y potencialmente violenta, autoritaria y sexista de Éamon de Valera, el hada mala del matrimonio de Rita con Frank O’Fiaich. Muy pronto descubrirá que el peso moral de la nación recién construida, su naturaleza profunda, cae a plomo sobre los hombros de mujeres como ella, sobre su corazón y sobre sus ilusiones juveniles. Afortunadamente están las joyas, un sentido del humor que no decae casi nunca y también, teñidas de ambigüedad como todo en el relato de Foster, otras voces femeninas (la penetrante señora Fitzgerald, la ostentosa y amoral Mary) que pugnan por hacerse oír en una novela en la que la Historia con mayúsculas no se encuentra fuera del relato, sino que está instalada en él y allí sucede, inevitablemente, como una batalla de interpretaciones y de poder.

Esta novela ensancha los territorios de la historia y de la ficción, explorando con una perspicaz naturalidad la forma en que desde los espacios tipificados como privados se va conformando lo público y lo político, sus formas de legitimidad y los mecanismos posibles de denuncia y transgresión. En un crescendo fascinante, su personaje principal (neta y militantemente antiheroico) alcanza la estatura de esas heroínas que nunca se olvidan, que resuenan en la memoria, que acaban formando parte de nuestro paisaje vital. Exactamente lo que hace la verdadera literatura; aquella que, afortunadamente para el lector, no puede resumirse en unos cuantos párrafos. No es casualidad que esta joya escondida la haya descubierto para el público en español la editorial Pre-Textos.

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