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ADIÓS A UN CLÁSICO DE LA ESCENA ESPAÑOLA

La fuerza del bandolero melancólico

"Quizá fuera quien mejor representaba la fidelidad a un modelo, el del tipo fuerte, grande y grandioso, de voz potente y de zancadas largas"

Juan Cruz
El actor Sancho Gracia.
El actor Sancho Gracia.CONSUELO BAUTISTA (EL PAÍS)

En 2005 superó un cáncer, y desde entonces Sancho Gracia recibió esa indeseable visita del mal todas las veces que éste quiso hacerse presente para probar la voluntad de supervivencia de este bandolero melancólico.

Entretanto, desafió cada una de esas imposturas de la enfermedad haciendo teatro, cine, ideando proyectos, rompiendo el tabú de su presencia haciendo a cabeza descubierta los papeles que otros hubieran rechazado por el pudor de saberse calvos.

No hubo desafío que no aceptara. Le dijeron que tenía que hacer La marcha verde, con su viejo amigo Álvaro de Luna, cuando su cuerpo enfermo podía poco, y lo convenció José Luis García Sánchez, el director, diciéndole que si no se atrevía buscaría en seguida a otro para el papel. Y allí estuvo, haciendo cine de risa y aventuras.

Le propusieron (o él propuso, él era el mejor productor de sí mismo, con la ayuda de su amigo Celestino) hacer una gira con Miguel Narros, con aquella simbólica Cena de los generales en la que Sancho haría la burla de Franco, que fue el dictador que marcó el camino del exilio, en una de cuyas puntas inició su vida, en Uruguay. Uruguay y español, y viceversa; entendió las dos orillas de la manera que no la entiende este país, sabiendo que son puntas de la misma mesa, y en medio tragedias y risas cabalgan juntas.

Con aquella enfermedad repetitiva y cabrona a cuestas, paseaba por despachos de los que dicen No su voluntad de llevar a la pantalla pequeña le gesta de los libertadores americanos, y arañó promesas y alguna realidad que él agrandaba como si tuviera una lupa para lo bueno y un desdén para lo malo.

Con el mismo entusiasmo que quebró finalmente la muerte tan temida, Sancho quiso poner en pie una serie con cuentos de fútbol a partir de una antología que había hecho Jorge Valdano para la editorial Alfaguara. Con Valdano estuvo en la barra del bar del Bernabeu, su estadio, buscando fórmulas para poner en pie un homenaje a su otra pasión, el fútbol. La otra pasión no eran exactamente el cine o la escena, su otra pasión eran la amistad, la familia, el pasado, la madre, Mondariz (o la madre Mondariz).

Entre todos los actores que ha habido, quizá Sancho Gracia es el que mejor representaba la fidelidad a un modelo, el del tipo fuerte, grande y grandioso, de voz potente y de zancadas largas, a pie o a caballo, pero detrás de esa estatura y de esa voz y de esas zancadas había un bandolero tierno y hasta melancólico que se alimentaba de lo que decían los otros con una avidez extraordinaria. Así aprendió de Margarita Xirgú en Uruguay, en el exilio sureño de la gran actriz. Y aprendió igual de Di Stéfano, oyéndolo, que de Rafael Azcona, de Adolfo Suárez o de Javier Pradera. A Suárez le debía que hubiera entendido Curro Jiménez, una serie que él leyó como una reivindicación de la lucha del pobre contra el rico; y a Javier Pradera lo adoraba por la inteligencia, por la capacidad de decir en cuatro trazos las cosas más complejas. Y por la ternura; Pradera era un tipo que le daba abrazos en silencio, y él daba abrazos que hacían ruido. Pero eran sus abrazos.

¿Y de Azcona? Un día lo junté a él con José Luis García Sánchez y con su compañero Juan Luis Galiardo, a quien él había sustituido después de un célebre incidente de Juan Luis con Charlton Heston en las nieves de Finlandia. Iban a hablar de Sancho, para un libro sobre éste. Azcona y él y José Luis guardaban silencio, y quien hablaba, eso siempre ocurría, fue su sello, era Galiardo. El azar trágico se ha llevado ahora a los dos, al silencioso y al facundo, a dos actores que fueron emblema de la capacidad que, en este país, tienen los actores de ser mejores que la sociedad que los mira. Y de Azcona aprendía Sancho a deletrear lo mejor del oficio: el respeto por el papel, la pasión de decirlo creyéndoselo; esa fue la gran victoria de Vittorio Gassman, ese fue la estrategia de supervivencia del entusiasmo en un tipo como Marcello Mastroiani. Así fue Paco Rabal. Esos fueron los abrevaderos estéticos profundos del tipo que dijo adiós anoche.

Para llegar a eso, para estar a su altura del respeto al texto y para llegar a la simbiosis con el personaje, Sancho Gracia estudió mucho, pero sobre todo estudió miradas. En primer lugar, la del director. Este hombre que procedía a partes iguales de Uruguay y del Rastro, de ambos lugares venían sus familias, creía que sin director, sin una mano que pusiera en orden los afectos que se incluyen en una película o en una obra de teatro, no hay trabajo que valga. Recuerdo el último día en que lo vi exactamente feliz, sin que en su rostro moldeado por la calva que le sobrevino varias veces, hablaba de su director, Olivares, y de Entrelobos, del chico protagonista y de los lobos incluso, con una reverencia que sin duda iba a dar de sí la emocionante película que luego vimos.

Él estaba rodando en la sierra de Córdoba, allá arriba, y bajó para comer en un patio andaluz donde los dueños le tenían un lugar secreto, donde él entraba dando portazos amables, como si fuera Curro entrando en la casa de los ricos para llevarse con delicadeza lo mejor que hubiera dentro. Él lo decía, aún era Curro, y Curro ahora, sin embargo, dijo un día, son esos tipos de guante blanco que roban de veras, pero a los pobres.

En aquella ocasión, hace un año, en ese restaurante de Córdoba, en medio de un calor de agosto cuyo sofoco se aliviaba con el frescor del patio andaluz, pidió salmorejo, jamón bien cortado, manzanilla fina, o vino de Jerez. Siempre quedaba para otra ocasión, siempre habría otra ocasión, siempre habría caballos que montar, proyectos que realizar, conversaciones por venir. Y siempre había una pregunta: ¿cómo está Javier Pradera? Luego te preguntaba por otras cosas, de este periódico (por el que se desvivía), de la vida española, de Adolfo Suárez, cuya ausencia fue para él otra herida. Pero siempre preguntaba por Pradera. Si lo observabas bien, si lo escuchabas, sabías por qué: por lo mismo que le llevaba a admirar a Azcona, por lo que quiso a Margarita Xirgu, por lo que quería a Di Stéfano: porque con dos palabras labraban un gesto, compendiaban el conocimiento. Y él quería ser eso, un gesto en escena, una risa a tiempo, una desrisa… Una desrisa, al final.

Lo vi en su casa, cuando ya Sancho veía que el acoso terminal de las enfermedades sucesivas no lo iba a dejar otra vez subir al estribo. Entonces estaba sin afeitar, me recordó a su amigo Onetti, su compatriota, o a su otro compatriota, Benedetti, que al final del trayecto decidieron que no afeitarse era su mínima protesta contra las imposturas que hay que tomar en la vida para decirle que no estás de acuerdo con ella.

Era feliz con su familia; la discreción con la que te hablaba de los hijos producía una emoción muy honda, porque administraba ese amor (que era también amor promocional, cómo no, él también era un productor, y un buen colega) con cuentagotas, tan solo para que supieras que él estaba atento, que él no iba por una carretera y los suyos iban por otra. Que él había regalado ya los caballos. Y era feliz en Mondariz, allí estaba el recuerdo presente de su madre, de su familia, de la raíz que se quebró cuando la madre se tuvo que ir a Uruguay, en pos del padre. Felisín, él mismo se llamaba Felisín, que es como lo llamaba su gran amigo Paco Rabal, su mentor, su maestro, así lo llamaron sus amigos. Felisín feliz, amigo de todo el mundo. En la última entrevista que le hice aquí hablamos de fútbol y otras golferías. Y él dijo allí, sobre el carácter de un forofo, que lo fue: “Yo ahora ya sólo soy forofo de mis amigos”. Doy fe de que este bandolero melancólico vivía para los otros, con las manos abiertas.

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