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Leandro, el fantasma de La Moncloa
Columna
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El Rey, mártir, se flagela

José María Izquierdo
FERNANDO VICENTE

Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir, le dijo el Rey a Mariano en la puerta del Palacio de la Zarzuela.

Hacía meses desde que había ocurrido lo de Botsuana, pero desde entonces se le había quedado la manía.

—Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir, le dijo también al chófer de Mariano.

—Y si viene ese contigo, ya sabes a quién me refiero, dile que también lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir.

Eso iba por mí, claro. Es que la primera vez que me colé en el coche del presidente para llegarme hasta aquí, curiosidad que tenía uno, lo hice con Felipe González.

—¿Cómo estás, Rey?, le dijo.

—Tío, como un reloj, le contestó el Monarca.

Y ahí ya empezó el gatuperio. Porque fue poner un pie en el interior del palacio este fantasma y ya noté que aquello iba a ir fatal, que oí gritos desgarradores y sollozos lastimeros. Él no, él no, oí que decían entre un insufrible ruido de cadenas y ecos extraños que distorsionaban las voces, que a ver si se creen que los seres de las tinieblas hablamos como Iñaki Gabilondo.

—Oye, Felipe, aquí está pasando algo…

Y vi que miraba de una manera muy particular hacia donde yo estaba, siempre dos o tres pasos por detrás de mi presidente, sea el que fuera. Que es que los reyes —y dicen que los papas, pero ahí no llego— tienen un sentido especial para advertir nuestras etéreas presencias. De pronto me di cuenta de que había cometido un error terrible: ¡no había cambiado de aspecto y aparecí en La Zarzuela con la cara del genuino Leandro, el bigote del genuino Leandro y hasta los modos del genuino Leandro! Y a todos los restos que quedaban por allí de fantasmas ya reducidos a meros espíritus, decenas y decenas de Borbones, más los ectoplasmas de los aún vivientes, consideraron que aquella presencia era una agresión y trataron de expulsarme, mayormente todos los relacionados con Alfonso XIII y sus legítimos descendientes, allí agarrados a los cortinones de palacio. Consiguieron echarme, claro, que eran muchos: todo un batiburrillo espectral desde Felipe V, por no hablar de los restos de los Capetos. Un mogollón. Y eso que hacía nada que habían echado a unos cuantos, que no vi yo en esta última visita ni pantalones estrafalarios ni maletines de cuero. Emprendedores. Eran los emprendedores.

No les he contado que si me esfuerzo puedo cambiar de aspecto físico. Siempre que no abuse de ello, que podría ser perjudicial para mis interlocutores, un día de una manera y otro día de otro. La verdad es que les he hablado poco de mí mismo, que no soy yo muy dado a ello, así que irán descubriendo novedades poco a poco. Total, que a la vez siguiente corregí el error garrafal y fui de Curro Romero, con capote de paseo y demás arreos, que iba yo como un pincel. Luego he ido de todo, que si de astronauta, cuando el desastre del Columbia, que me pareció un detalle bonito, hasta de Rafa Nadal si el encuentro era en Mallorca. Ahora voy siempre de Clooney. Ya puestos…

Cracccccc, craccccc, craccccc, se oía cuando el Rey se acercaba a la mesa.

—Ni preocuparte, que es el tobillo.

Rrrrrrgggggg, rrrrrrrgggggg, rrrrrrgggggg, cuando se dobló para sentarse.

—Tranqui, que es la rodilla.

Troc, troc, troc, troc, sonó cuando definitivamente se aposentó en el sillón.

—Esa era la cadera. Estoy fenomenal, Mariano, estoy hecho un toro.

Al final te acostumbras, que incluso reconocías el crujido: esa ha sido la rodilla. Y así.

—Por cierto, presidente, que quería comunicarle oficialmente —don Juan Carlos siempre usaba el usted cuando se ponía en plan jefe del Estado— que he decidido irme a Nepal, a hacer trekking. Aunque no sé si irme para el Panchase Hill o al Valle del Gokyo. Con veinte de comitiva ya tengo bastante. Que no hay que exagerar.

Ocurre que este presidente lo pasa fatal porque no se acostumbra nunca. Le vi palidecer. Y se oía el intento de tragar saliva.

—Bueno, Señor, la verdad, no sé yo si…

—¡Que era broma, Mariano, que era broma! Lo más lejos y lo más caro, Torrevieja. Ya lo sé, ya…

Con Felipe González era otra cosa. Llegaba y le decía al Rey.

—Majestá, ya tengo preparado el referéndum para elegir entre monarquía y república.

—Así que tu padre era lechero, le contestaba don Juan Carlos.

Y así se estaban un par de horas, que trabajar trabajaban, hay que reconocerlo —que si puedes ir al moro, que si un toque a estos de Chile, a ver si entran en razón— pero se lo pasaban en grande.

—Oye, ¿y tú crees que Alfonso Guerra me pegará un tiro por la espalda un día de estos?

—Ná, tranquilo, mucho presumir de rojo y luego se le va la fuerza por la boca, que mira que escuchar al Máler ése, que vaya pestiño…

—Quita, quita, que a mí la Reina me hace ir a todos los conciertos y ya no sé qué hacer, chico, que el otro día hasta Stockhausen, y quería además que fuera a otro de Luis de Pablo…

Con Aznar era distinto, porque si este de ahora tiene un sentido del humor más bien escaso, aquel es que era para la ironía como una iguana. Ya al final encontraron un punto de unión en esto del humor, que a los dos les gustaban los chistes verdes. Y cuando más verdes, mejor.

—Señor, sabe aquel de un español que…

Y se reían mucho. Pero quitando esos momentos, las relaciones eran frías. Que digo frías, gélidas, porque Aznar le daba a todo una prosopopeya que a don Juan Carlos le atacaba los nervios.

—He pensado, Majestad, que para el mayor beneficio del pueblo español deberíamos señalizar convenientemente los semáforos…

-Los semáforos, sí…

Y el Rey bostezaba. Sonoramente, espectacularmente, desvergonzadamente…

—Uuuuuaaaaahhhhh!!!!!

—Pues nada, adiós, Señor.

—Hala, hasta la vuelta, José Mari. Y no tengas prisa, que ya me las apaño yo…

Con Zapatero solo vine una vez. Ya noté que se aburrían los dos por igual, que en una ocasión estuve en un tris de intervenir porque uno leía, el otro escuchaba y según avanzaban cada vez les oía menos, hasta que se hizo el silencio. Me había quedado yo traspuesto, que ya tiene mérito dormir a un fantasma, y cuando me desperté dormían los dos como bebés. Criaturas, que con tanto trabajo caían derrotados a las primeras de cambio.

Con el Príncipe era otra cosa, que en las sesiones de trabajo siempre estabas despierto. Qué remedio, porque don Felipe atizaba unos zurriagazos a las patas de la mesa con la fusta de montar que un día se había dejado su hermana en el despacho. No quise indagar cuál. Qué más da. Ni en realidad a quién le estaba dando los latigazos por mesa interpuesta. Herencia materna.

—A ver, presidente, que aquí no estamos de fiesta. Las cifras del comercio exterior del último trimestre. Bitte, bitte, que no tenemos todo el día…

—Bueno, verá, Su Alteza, le puedo dar datos del déficit…

—Esos, también. Espero que la próxima vez vengamos mejor preparados. Nuestro deber nos exige Arbeit, arbeit y arbeit… Y aún digo más: Verantwortung, verantwortung y verantwortung. No sé si me he explicado bien. Pero por si acaso: In erster linie, die linie der pflicht.

Miraba yo a la espalda de don Felipe, que me pareció ver algo así como un ectoplasma —era del género femenino, de eso estoy seguro— ya formado del todo y otro a medio hacer, también femenino, que estaba en ese camino largo y peligroso que separa al aura del ectoplasma. Se tocaba la primera con un gorro prusiano de esos que acababan en punta, como los de Otto von Bismarck, que sin saber exactamente por qué aparecía perfectamente acoplado a la educada sonrisa de su propietaria, gesto de aquí estamos todos a cumplir con nuestro trabajo.

La segunda era todavía como un aura, rubia y con tacones muy altos.

Qué raro.

Mañana, siguiente capítulo: ¡Gusto de verte, Esperanza!

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