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Tribuna
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Contestataria e incómoda

Jordi Soler

No hay otra manera de homenajear a Chavela Vargas que poner uno de sus discos y beberse un tequila. Más que de su obra indiscutible, inapelable, y de sus aventuras, íntimas y públicas, que pronto serán pasto de los documentalistas y de los profesionales del biopic, habría que rescatar, puesto que su perfil wikipédico está exhaustivamente redondeado, y su anecdotario muy dicho por un montón de amigos suyos, sus años modestos, su periodo de artista de la canción vernácula, ese capítulo de su carrera que pasó en la oscuridad, en antros de mala muerte, cuando muy pocos le hacían caso y ella tenía que ganarse la vida en tugurios oscuros de la Ciudad de México, donde le daba vuelo a esa manera tan mexicana de ser, aún cuando ella nació Costa Rica, cosa que importa poco porque, ya se sabe, México adopta con una generosidad extraordinaria, a esos espíritus sublimes que necesitan un escenario, un territorio, un país donde echar para adelante un proyecto vital, como pasó con los Republicanos en 1939, al final de la Guerra Civil.

Chavela Vargas llegó así a México, a ver qué podía hacer, buscando un país que diera asilo a su talento y, al mismo tiempo, asimilando lo que era ese país y, décadas más tarde, Chavela se había convertido en una cantante mexicana, pero no en una de estas señoras folclóricas que van cantando el cancionero nacional, sino en una intérprete de la periferia, en una mujer que interpretaba, y hacía suyas, canciones típicas mexicanas, pero desde su perspectiva personal, única, inclasificable. Hace unos veinte años, quizá más, me cayó la encomienda de narrar, para un diario mexicano, la irrupción de Chavela Vargas en el mainstream mexicano; era un concierto muy serio, en el Palacio de Bellas Artes, donde había gente de todos los pelajes y ahí, desde ese momento, comprendí la grandeza de Chavela Vargas, que antes de ese momento era para mí una cantante patibularia, rascuache, de rompe y rasga, y a partir de aquel concierto en Bellas Artes pensé que esa bendita mujer, a la que yo había visto en varios tugurios y patíbulos, había tenido el talento de reconvertirse en una cantante del mainstream, cosa nada sencilla puesto que la materia era evidentemente patibularia, pero ella había sabido conectar con el gran público, había sabido imponerse a las damas del folclore nacional y, sobre todo, había establecido que se puede ser una estrella de la canción mexicana y, simultáneamente, una mujer contestataria, incómoda y políticamente incorrecta, y hoy que ha muerto Chavela, la Chamana, me parece que echaremos de menos eso, su incorrección y su frescura, su ligereza al decir, como ponía su cuenta de Twitter antes de que sus herederos la metamorfosearan, que se había bebido miles y miles de tequilas y que, a pesar de eso, o quizá justamente por eso, podía donar su hígado. Echaremos de menos a La Chamana, pero siempre podremos oír sus discos y brindar con un tequila, o tres, por su salud en el más allá; pero a ella no la podremos recuperar, no tendremos nunca más su vitalidad ni su poder chamánico, no gozaremos nunca más de su gloriosa incorrección, de esa perspectiva que tenía del mundo, en donde el bien era un bien timorato, y el mal una insufrible superstición.

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