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Lo mejor de los mundos

El auge artístico de Brasil no es casual porque parte de un proceso de profesionalización

Instalación en la exposición Liberdade, de Carlos Vergara, en la Pinacoteca de Sao Paulo
Instalación en la exposición Liberdade, de Carlos Vergara, en la Pinacoteca de Sao Paulo

Brasil está de moda. No solo por los logros de su economía y por los relevantes cambios sociales y políticos de los últimos años, sino también porque sus artistas cada vez son más reconocidos por las instituciones académicas y museológicas y por el mercado globalizado de las artes audiovisuales. Paradójicamente, la entrada de esta producción artística en el circuito internacional se produjo con el boom del arte latinoamericano a finales de los años ochenta del siglo pasado, identidad poco percibida o reconocida por un gran número de brasileños (se puede argumentar, pero sí, lo somos). Lo cierto es que el arte brasileño se fue descolgando de aquel contexto para afirmar y consolidar la potencia y la originalidad de su contribución con la cultura visual del Occidente.

Si por un lado algunos maestros hispanoamericanos (Torres García, Diego Rivera, Wifredo Lam, David Alfaro Siqueiros) marcaron la primera etapa del Modernismo del siglo XX, por otra, artistas como Lygia Clark, Helio Oiticica, Mira Schendel, Lygia Pape, Willys de Castro, son referencias básicas en el debate y en las prácticas artísticas contemporáneas del llamado Posmodernismo. Tal vez por eso, la presencia de artistas brasileños de diferentes generaciones en bienales, ferias de arte, programas de residencias, colecciones públicas y particulares en diversas latitudes del mundo, se ha convertido hoy en algo sistemático y efectivo.

Sin embargo, al contrario del boom económico, que, como los anteriores, pudiera reducirse a una burbuja pasajera, el éxito de la producción artística es más consistente y tiene sus fundamentos en el proceso de profesionalización e internacionalización del medio artístico brasileño iniciado con la creación de los museos de arte moderno de São Paulo y de Río de Janeiro, a finales de los años cuarenta, y, sobre todo, en el inicio de la Bienal de São Paulo en 1951. Al igual que otras iniciativas importantes en el campo del teatro, del cine, de la arquitectura y de la educación formal en estas disciplinas, estas iniciativas partieron desde la sociedad civil inspirándose en el modelo norteamericano de gestión cultural, que encajaba en un proyecto de país que, en aquel momento, trataba de ser industrial, moderno y cosmopolita. Pese al desgaste y a los desvíos locales con respecto al modelo —la filantropía forma parte de la ética protestante, pero no funciona en sociedades católicas, forjadas en la caridad y en la compasión tutelar— que a lo largo del tiempo transformaron aquellas instituciones en algo acomodaticio y opaco sin la ambición y la osadía de quienes las fundaron, lo cierto es que instauraron la cultura visual en el país, el gusto por lo contemporáneo, ampliando las bases y las referencias en el sistema artístico del Brasil actual.

En las últimas dos décadas, el circuito nacional de las artes se ha expandido y consolidado con un peso específico propio. El surgimiento de nuevos museos, como la Fundación Iberê Camargo, en Porto Alegre; el Museo Oscar Niemeyer, en Curitiba; el Dragão do Mar, en Fortaleza; el Cais das Artes, en Vitoria, y el impresionante Instituto de Arte Contemporáneo de Inhotim, en Belo Horizonte, han ampliado y trasformado el circuito más allá del eje Río de Janeiro-São Paulo. A su vez, el mercado de arte también ha crecido tanto interna como externamente y el coleccionismo ha ido ganando adeptos de diferentes intereses y recursos. Una legislación específica para el mecenazgo —en este momento en proceso de revisión y de necesarios ajustes tras años de productiva tarea— ha posibilitado la producción regular de investigaciones, exposiciones y publicaciones, importantes trabajos para el conocimiento y la difusión de la Historia del Arte, al tiempo que ha asegurado parte del trabajo —hacer exposiciones— en espacios e instituciones que se ocupan de las artes visuales.

En este contexto, las dos iniciativas son indicativas del grado de institucionalización del sector. Por un lado, la creación del Instituto Brasileño de los Museos —IBRAM, dentro del Ministerio de Cultura—, a quien corresponde la formulación de las políticas en asuntos de patrimonio y de fondos artísticos y la gestión de casi treinta museos federales, como el Nacional de Bellas Artes, en Río de Janeiro. Por otro, el reconocimiento de los logros y realizaciones de un nuevo modelo de gestión de los equipamientos culturales mediante el sistema OS-Organización Social. Se trata de un pacto entre el poder público, que detenta el patrimonio y los equipamientos culturales, y los segmentos de la sociedad civil, traducidos en asociaciones privadas de bien público y sin fines de lucro, para la gestión e implementación de los programas de las diversas organizaciones culturales como son las orquestas, los museos, las escuelas de arte. Alejado de los designios y los ciclos de la vida política, ese modelo dispone de autonomía en su planteamiento programático y financiero, en la selección de sus cuadros profesionales y en la implantación del sistema y métodos propios de sus procesos de producción. Es un modelo brasileño, híbrido, original, una especie del “mejor de los mundos”, la fusión entre la tradición europea del Estado responsable por la cultura y el ejemplo americano de participación de la sociedad civil en su gestión.

(Traducción de José Manuel Revuelta)

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