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BARCELONA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un farol sobre la Diagonal

Enrique Vila-Matas
Vista de la Avenida Diagonal de Barcelona en su tramo entre la Plaça de Francesc Macià y el Passeig de Gràcia.
Vista de la Avenida Diagonal de Barcelona en su tramo entre la Plaça de Francesc Macià y el Passeig de Gràcia. JOAN SÁNCHEZ

Recuerdo que, a finales del siglo pasado, al interesarme de pronto por la avenida Diagonal (por el tramo entre Macià y paseo de Gràcia), traté de descifrar un viejo enigma: por qué la acera del lado montaña era mucho más viva y atractiva y había tenido desde siempre muchos más paseantes que la sombría acera del lado mar, a la que la mayoría de barceloneses vio siempre como sonámbula y maldita.

Intenté resolver el misterio recorriendo de noche con una luz de farol la dos aceras, es decir, utilizando el método de Ramón Gómez de la Serna en su visita nocturna al museo del Prado, donde fue descubriendo a farolazos los cuadros allí expuestos. Pero finalmente, supongo que a causa del sistema empleado, no resolví enigma alguno.

Sin embargo, la investigación me dejó anotaciones acerca de la espectacularidad de las modernistas Casa Sayrach (imponente junto a Enric Granados), Can Serra, Casa Pérez Samanillo (hoy Círculo Ecuestre) y la Iglesia del Carmen, de estilo bizantino. Y también acerca de todo aquello que daba esplendor a la acera del lado montaña: la solera (que creía indestructible) de la mítica tienda de juguetes Tic-Tac, “el glamour no olvidado del desaparecido cine Windsor y el infinito prestigio de librerías como Áncora y Delfín y Cinc d’Oros”, el cine Diagonal, el hotel Balmoral, el bar Boliche, “tiendas de toda la vida como Furest o Gonzalo Comella, novedades del momento como Benetton y Zara, la iglesia del Carmen y el despacho de la agente Carmen Balcells”.

Hoy la Diagonal, si no la mira uno con demasiado detalle, es uno de los pocos lugares de mi nerviosa ciudad que parece o aparenta no haber cambiado demasiado desde cuando era yo joven. Pero, conservada o no, tiene ya la amenaza ahí, porque el Ayuntamiento planea remodelar la avenida y talar plataneros y palmeras. Así que recomiendo a los forasteros que vayan a ver cuanto antes ese avejentado y elegante tramo de la avenida, pues de él se podría decir lo mismo que de Belmonte cuando comenzó a torear: “Darse prisa a verlo porque el que no lo vea pronto, ya no lo verá”.

Jaime Gil de Biedma situaba el primer indicio de la modernidad en esa sensación extraña de haber sobrevivido a la ciudad de nuestra juventud. Recordé esto al descubrir que, incluso en ese tramo de la Diagonal que creía imperturbable, las transformaciones, aunque sutiles, habían ya tenido lugar. De hecho, bien mirado, apenas queda nada de lo que daba esplendor a la acera del lado montaña, mientras que del lado mar las cosas están peor que nunca, con esa interminable hilera gris de bancos quebrados.

Ayer vi que es verdad que todo aquello que al final, heroicamente o no, creemos haber conservado, también está tocado de muerte. Es el caso de la Diagonal, con su aire en realidad de involuntario museo urbano de lugares cerrados. Aun así recomiendo echarle una mirada a su ambigua elegancia, mirarla como si no pudiéramos ya nunca volver a ver a Belmonte.

La tienda de Benetton anuncia liquidación, Tic-Tac no existe y parece arrasado por los peores villanos, como tampoco están ya Balmoral, Boliche, Gonzalo Comella, Áncora y Delfín ni el cine Diagonal. Donde antes estaba la librería Cinc d’Oros, hay ahora un bar y las cervezas se hallan donde en otro tiempo estaba la nueva narrativa española.

En la avenida Diagonal, severo espectáculo de dignidad en la vejez, hay multitud de comercios en plena retirada y solo la terraza del bar José Luis y el eterno reloj de la Unión Suiza parecen querer acordarse de que un día, no sabemos cómo, alguien conoció aquí la euforia.

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