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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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El caballero oscuro y Dickens

Con todos sus defectos creo que la película de Nolan habla —aunque sea confusamente— de nuestro aquí y ahora

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

En un momento dado, Bane (Tom Hardy), el cruel villano de El caballero oscuro, la leyenda renace, un personaje mucho más interesante que el propio Batman (Christian Bale), irrumpe con sus pretorianos en la Bolsa de Gotham, muy parecida, por cierto, al New York Stock Exchange. Uno de los brokers, incrédulo y asustado, se dirige a los asaltantes: “Esto es la Bolsa, aquí no hay ningún dinero para robar”. A lo que Bane, que es malvado, pero no tonto, le espeta: “Entonces, ¿qué estáis haciendo aquí?”. Miren: a mí no me ha decepcionado tanto la última entrega de la saga de Batman, quizás porque mis expectativas no eran excesivas. Con todos sus defectos (sí, demasiado larga; sí, excesivamente retórica) creo que la película de Nolan habla —aunque sea confusamente— de nuestro aquí y ahora. O mejor del de Gotham, que no deja de ser un trasunto de la capital financiera del Imperio. El caballero oscuro es una especie de parábola desquiciada, pero significativa, en la que abundan las referencias contemporáneas y los guiños al espectador más o menos indignado. Y es que, también en Gotham, ahora aparentemente tranquila y con Batman neutralizado, los ricos y los especuladores se han hecho con el poder sin que nadie les ponga freno, lo que ha ido creando una base social de descontentos que se rebelará a la primera oportunidad.

Una de las subtramas fundamentales de la cinta consiste precisamente en la revuelta de esos descontentos y en el modo en que es impulsada y monitorizada por Bane y su gente, que implantan una implacable dictadura en la que los enemigos (ricos, corruptos, pero también disidentes) son juzgados por “tribunales populares” que no les permiten defenderse; todo ello en medio de una puesta en escena a la vez gótica y kafkiana, con irónicas referencias a la propaganda antisoviética de la época del macartismo. Como en Historia de dos ciudades (1859), la no demasiado leída (en España) novela de Dickens a la que el guión de los hermanos Nolan homenajea en repetidas ocasiones, la película incluye una digresión más o menos oportunista (con oblicuas referencias al movimiento Occupy Wall Street, por ejemplo) sobre las revoluciones justas y los revolucionarios injustos y abusivos. También en Gotham, como sucedía en la Francia revolucionaria de Dickens (que se había basado en el ensayo de Carlyle The French Revolution, cuyo manuscrito original, por cierto, fue quemado como papelote por la criada de John Stuart Mill), aquel era “el mejor de los tiempos y el peor (…); la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación; todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada; íbamos todos derechos al Cielo, todos nos precipitábamos en el infierno”. Claro que, para contarlo cabalmente se necesitaría otra película y, probablemente, un genio como el que compuso la Historia de dos ciudades.

Textos

Con las librerías despobladas de clientes y la piratería rampante merced al desorbitado IVA impuesto a los libros electrónicos, los libreros lo llevan crudo. En otros tiempos los meses previos a la vuelta al cole les concedían el notable respiro de los libros de texto: había que trabajar lo suyo, pero los beneficios compensaban. Pero eso tampoco es lo que era. La política de precio libre en los textos de la enseñanza obligatoria (los únicos libros que se saltan la norma del precio fijo) favorece especialmente a las grandes superficies y, de modo especial, a los hipermercados, que son los que pueden venderlos “al precio más bajo permitido por la ley”, tal como reza, más o menos, la agresiva propaganda de, por ejemplo, Carrefour, Eroski o Alcampo. Es verdad que los padres se quejan de que en esos establecimientos la atención dista mucho de ser perfecta, por lo que, con frecuencia, preferían pagar un poco más y obtener mejor servicio. Pero con tanto recorte, las familias cuidan el bolsillo y buscan mejores ofertas, esas que a menudo rozan la ilegal venta a pérdidas o que proporcionan el señuelo de descuentos o vales adicionales para adquirir otros productos. Y, para colmo, en los últimos tiempos aumenta la competencia de los nuevos “libreros” sobrevenidos: hay colegios privados que nombran gestores que se encargan de centralizar las compras de los libros, dirigiéndose directamente a las editoriales y obteniendo sustanciosas ventajas económicas. Total, que la librería, sobre todo la independiente, asiste estupefacta e impotente al progresivo adelgazamiento de su negocio. Convendría que lo que queda del Ministerio de Cultura, que está, entre otras (pocas) cosas, para dar respuesta a las inquietudes de los subsectores, buscara algún tipo de solución o alivio: ayudaría bastante, por ejemplo, que impulsara una asociación público-privada como la francesa (y exitosa) ADELC, consagrada al desarrollo y fomento de la librería “de creación”. Claro que a veces pienso que ese ex-ministerio (hoy Secretaría de Estado), cada vez más desprovisto de competencias y con el presupuesto demediado, está tan encallado en el rajoyano mar de la austeridad como el crucero Costa Concordia en las aguas de Giglio.

Renacimiento

Vuelve a reeditarse (en Ariel) el todavía imprescindible vademécum antológico de Eugenio Garin (1909-2004) sobre El renacimiento italiano. Publicado originalmente en 1941, el libro se organiza como una recopilación (precedida de breves y rigurosos comentarios del autor) de textos y documentos muy dispares que despliegan una completísima y original panorámica del esplendor del Renacimiento. Su autor, muy influido por la obra de Gramsci (y especialmente por los Cuadernos de la Cárcel), fue uno de los intelectuales italianos más prestigiosos de la segunda mitad del siglo XX. Coincide la reedición del libro de Garin con la publicación de la edición crítica (a cargo de Jesús Gómez) del Diálogo de las empresas militares y amorosas, de Paulo Jovio, un texto fundamental que brinda una perspectiva contemporánea acerca de los valores y los usos mundanos imperantes en los ambientes cortesanos del Renacimiento italiano. Construido según el modelo convencional de los diálogos de la época, como retórico cruce de opiniones entre dos interlocutores (el propio Jovio y su amigo Ludovico Domenichi), el libro está dedicado “al magnánimo señor Cosme de Médicis”, a cuya familia estuvo siempre vinculado el obispo Jovio, y se publicó en 1555, cuando su autor ya había fallecido. Tres años más tarde el Diálogo fue traducido en un castellano elegante y literario por el gran Alonso de Ulloa, un personaje fascinante que actuó como puente entre las dos culturas en un momento clave de la historia intelectual europea. El libro, publicado por Polifemo, un sello que no se caracteriza precisamente por exhibir un catálogo previsible, incluye los estupendos grabados y emblemas de la edición de Lyon. Por último, y aunque no se trate de un texto renacentista en sentido clásico, Siruela ha reeditado recientemente Aurora (1612), el célebre texto místico y visionario de Jacob Böhme en la misma edición y traducción de Agustín Andreu Rodrigo que publicó Alfaguara en 1979.

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