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Juan Otaño (61 años): Todos queremos ser Homer Simpson

Los Simpson ganan. Son la mejor serie de televisión de la Historia. Normal.

Sería complejo de verdad ponerse a desmenuzar todas y cada una de las razones por las que el público —el variopinto público, teniendo en cuenta que cada espectador es un mundo, que cada televidente es de su padre y de su madre— ha votado en masa a los simpáticos Simpson en esta Guerra de series montada por EL PAÍS. Pero una cosa está clara: más allá de los personajes principales —Marge, Bart, Lisa y Maggie— y de esos extraordinarios segundones marca de la casa —Moe, Ned Flanders, el señor Burns, Abe Simpson...— sobresale la figura omnipresente y omnisciente de Homer Simpson, una especie de cruce de caminos entre el descreído filósofo de la edad moderna y el tipo escurridizo y egoistón con más cara que pelos tenía en la cabeza Bob Marley. Pero Homer es bueno, Homer tiene corazón. Y guarda un secreto, el secreto que explica su éxito: en el fondo, aunque muy en el fondo, nos gustaría parecernos a él, arreglárnoslas como él, beber cervezas como él, no tener problemas aparentemente graves como él... ser él. Ser, encima, estrellas de la televisión, como él.

Homer es un borrico. Tampoco es el tío más sensible ni más romántico del mundo. Se las compone para pillar el primero todo lo que le apetece, siempre está dispuesto a huir de la quema y parecería todo un putilla... si no fuera porque, porque... porque le queremos. Creo que su capacidad para lograr que gente de todo lugar y condición se identifique con él es el verdadero secreto de Los Simpson.

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