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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Realismo con talento

Todo suena a verdad en una película cuyas conclusiones solo pueden ser trágicas, que plantea los continuos dilemas morales de quijotes nada enloquecidos

Martina Gusman y Ricardo Darín, en 'Elefante blanco'.
Martina Gusman y Ricardo Darín, en 'Elefante blanco'.

Durante muchos y venturosos años hemos identificado la firma de Adolfo Aristarain con las mejores esencias del cine argentino. Es un autor que en los peores momentos puede resultar discursivo y en los mejores profundamente lírico, pero al que siempre conviene seguirle la pista, un director con personalidad, sentimiento y talento que ha hablado con complejidad sobre el estado de las cosas a través de personajes frecuentemente memorables. También es habitual la aparición de películas que tienen la coherente facultad de enganchar a todo tipo de público como El hijo de la novia, Nueve reinas, Kamchatka, El secreto de sus ojos y Un cuento chino.Hay algo común en esa lista, una de las razones de que el cine argentino actual desprenda tanto atractivo como veracidad y es el protagonismo de Ricardo Darín, un actor que está adquiriendo categoría de género, alguien cuya presencia garantiza casi siempre interés, que vas a encontrarte con historias y personajes que desprenden vida, que el precio de la entrada está justificado ante un tipo en posesión de magnetismo, matices, credibilidad y registros muy variados.

ELEFANTE BLANCO

Dirección: Pablo Trapero.

Intérpretes: Ricardo Darín, Marina Gusman, Jérémie Renier.

Género: drama. Argentina, 2012.

Duración: 106 minutos.

A falta de Aristarain (¿Qué ha sido de él? ¿Por qué no ha vuelto a rodar desde hace ocho años?) existe un excelente director argentino (hablo en primera persona, ya sé que hay otros y otras que parte de la crítica considera geniales y que a mí me provocan inmediata urticaria, como los vanguardistas Lisandro Alonso y Lucrecia Martel) que hace con continuidad películas, mejores o peores, siempre realistas y duras pero que nunca te dejan indiferente. Intentan retratar la vida sin adornarla, lo que cuentan y la forma en que lo hacen provoca desgarro emocional, hablan de la corrupción a múltiples niveles, de profesionales de la supervivencia en situaciones límite. Se llama Pablo Trapero.

Elefante blanco comienza en la selva, describiendo una matanza de indígenas por militares o paramilitares (me cuesta demasiado esfuerzo encontrar distinciones entre ambos cuando esto ocurre en Latinoamerica) y la estupefacción, el horror y la impotencia de un cura (en otras épocas se le podría integrar en la Teología de la Liberación, pero el Vaticano se encargó hace tiempo de establecer el orden cargándose ese movimiento de humanistas díscolos, o sea, de herejes) que se había propuesto echar una mano a los más necesitados. Otro cura y antiguo amigo le convence de que su labor social la puede prolongar en una villa que está en el centro de Buenos Aires. El termino villa puede tener reminiscencias suntuosas. Esta es todo lo contrario. Es un sombrío barrio de chabolas acorralado por la miseria, con eternas y lógicamente incumplidas promesas de mejoras a cargo de los políticos, con la supervivencia como ejercicio cotidiano y épico, con críos cuyo presente y futuro más probable es la adicción al crack y formar el ejército callejero del trapicheo de drogas. Hay gente, mayoritariamente curas, que se han propuesto la imposible misión de intentar arreglar las cosas con su patrimonio personal, su solidaridad, su comprensión y su esfuerzo, gente que se ha tomado en serio esos principios de su religión y de su profesión que consisten en ayudar al débil y al necesitado, de otorgar un poco de luz y consuelo a los océanos de lágrimas.

Todo suena a verdad en una película cuyas conclusiones solo pueden ser trágicas, que plantea los continuos dilemas morales de quijotes nada enloquecidos, de personas tan concienciadas con su miserable entorno como a veces hartas de una guerra que es imposible ganar, con ganas de huir y la obligación moral de quedarse, utilizados y despreciados por la jerarquía eclesiástica, conscientes de que la acción y los riesgos que implica debe imponerse a la bienintencionada inutilidad de las palabras. Trapero lo cuenta con intensidad y complejidad. Y Darín es ese transmisor ideal con el que sueñan los directores.

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