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CAFÉ PEREC
Columna
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Una novela no ‘elefante’

"Me quedo con los libros ‘termita’. A sus lectores les gusta perderse en una bruma de suburbio"

Enrique Vila-Matas

El hechizo de El encantador. Nabokov y la felicidad no es algo que como lector haya registrado desde el primer momento, pues en las primeras páginas del libro de Lila Azam Zanganeh creí estar ante un ensayo cuando en realidad El encantadores un sutil artefacto lindante con el género novelístico. Seguramente caí en el equívoco por la ansiedad que arrastro desde hace tiempo por encontrar algún día un buen ensayo sobre Nabokov y su tendencia a leer el mundo con el “estilo de la felicidad”.

¡Leer, mirar el mundo! La primera vez que lo contemplé (al mundo) no comprendí nada. Años después, en cambio, pude entender muy bien un fragmento autobiográfico de Habla, memoria, de Nabokov, donde el escritor evocaba con exactitud el nacimiento de su vida consciente. Para mi felicidad ese fragmento lo reencontré en la página 40 de El encantador (Duomo), justo cuando empezaba a darme cuenta de que no estaba leyendo un ensayo, sino algo bien distinto.

El fragmento de Habla, memoria me pareció en esta ocasión una verdadera proeza, porque no es fácil describir cómo un niño se siente sumergido de pronto, bruscamente, “en un medio radiante y móvil que era ni más ni menos que el puro elemento del tiempo. Un medio que —tal como los excitados bañistas, que comparten la resplandeciente agua del mar— yo compartía con criaturas que no eran yo mismo, pero que estaban unidas a mí por el común fluir del tiempo”.

Uno de los puntos más altos de felicidad que se pueden alcanzar en la ficción urdida por Lila Azam Zanganeh se halla en la entrevista que dice haberle hecho a Nabokov y que reproduce con foto incluida, foto imposible porque el escritor llevaba más de 10 años muerto cuando Lila vino al mundo y se sumergió en el puro elemento del tiempo. Hay felicidad ahí, quizá porque, como decía ayer Lila en una entrevista, se está olvidando que la literatura no es más que un pacto entre el lector y el escritor para crear un espacio de imaginación común.

Precisamente fue ayer también cuando imaginé que la encontraba a ella en un bar del barrio y le hablaba de las ficciones termitas, aquellas que, al igual que les grands films malades (grandes filmes enfermos) que tanto le gustaban a Truffaut, presentan pequeños y encantadores desperfectos que acababan por convertirlas en “misteriosamente apasionantes, siempre más seductoras que cualquier gran novela bien acabada o importante”.

El arte termita se opone al arte elefante. Ambos conceptos fueron acuñados por Manny Farber en los años sesenta. El arte elefante está relacionado con esa manera que tienen algunos de tratar sus obras como un espacio potencial para una creatividad digna de elogio, de aplauso académico y premio, sobre todo de premio: ese esforzarse en ser grande, en tratar temas importantes, etcétera.

Me quedo, sin dudarlo, con el arte termita. Algunos ejemplos de termitismo ligero para quien quiera planificar su verano: No leer, de Alejandro Zambra (Alpha Decay); La escuela del virtuoso, de Gert Jonke (Ediciones del Subsuelo); El mal del ímpetu, de Iván Goncharov (Minúscula), Cómo se escribe una vida, de Michael Holroyd (La Bestia Equilátera). Y, por supuesto, El encantador, perfecta muestra de cómo distanciarse sabiamente de los anaqueles majestuosos y elefantiásicos de los libros trascendentales.

¿Y hay muchos lectores termitas? Los hay y se sabe que les gusta perderse en una bruma de suburbio o en la esquina más olvidada y desde allí estrujarlo todo para así poder mirar la vida con el estilo de la felicidad. Para ellos, muy especialmente, puede llegar a ser un placer —como lo puede ser el relámpago de la vida y su luz “en medio de la oscuridad del no ser”— acercarse a la tierna luminosidad de El encantador.

¡Ah, el mundo de las diminutas termitas que pacientemente corroen la tarima sobre la que se apoya el voluminoso y admirado elefante blanco!

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