_
_
_
_
_
PURO TEATRO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hamlet y familia

Alberto Sanjuán está formidable en el 'Hamlet' de Will Keen, en el Matadero, pero no es el único Aplaudan también a Javivi Gil Valle, Pedro Casablanc, Antonio Gil, Ana Villa y Secun de la Rosa

Marcos Ordóñez
Alberto Sanjuán, en una escena de Hamlet.
Alberto Sanjuán, en una escena de Hamlet.Foto: Javier Naval

El Hamlet de Will Keen en el Matadero es de los más claros, vigorosos y entretenidos que he visto. Tiene un prólogo confuso y un tanto innecesario: una entrevista radiofónica a Polonio. Cuesta un poco averiguar quién habla, pillar lo que dice, y el porqué de esa despistante opción inicial. Funciona muchísimo mejor el primer discurso de Claudio dirigido a unos periodistas, muy en la línea Cheek by Jowl. También resulta brillante y eficaz la escena en la que Polonio y Ofelia despiden a Laertes en un aeropuerto. Salvo estos tres toques de modernidad (y una pistolita), el resto de la función sigue los patrones clásicos: no se trata, Will sea loado, de una de las deconstrucciones / reducciones al uso. Hamlet es Alberto Sanjuán y está impresionante de dicción, de autoridad, de naturalidad, en un trabajo agotador, pero que no lo parece (ahí está la gracia) y que atrapa desde el primer momento. Sirve un príncipe muy creíble y muy completo: apasionado, cruel, egocéntrico, seductor, divertido, desolado y nada pomposo. El actor tiene aquí una curiosa forma de moverse, entre la danza y lo espasmódico, como si las palabras y la emoción sacudieran su cuerpo a borbotones. Es inusual, pero verídico, porque parece brotar sin afectación. Sanjuán inyecta electricidad a todas sus escenas; alcanza la cumbre, para mi gusto, en el violento careo con Gertrudis, y las pocas veces que abandona la escena se nota su ausencia. Paco Azorín ha dejado el espacio vacío, con los elementos imprescindibles para cada cuadro, que parecen flotar entre estratos de humo. Al fondo, una escalera metálica trepa hasta los telares: ahí arriba acabará la itinerante recriminación de Hamlet a Ofelia, como si fuera un diálogo de Aaron Sorkin filmado por Welles en contrapicado. Es una buena idea utilizar la parrilla para potenciar la idea de esa corte con techo de cristal en la que todos se ocultan y se espían.

Salvo algún que otro golpe de rojo un tanto chirriante, la iluminación de Valentín Álvarez crea con sensatez y sutileza las sucesivas atmósferas.

Segundo as en la baraja: el humanísimo Polonio de Javivi Gil Valle, que podría ser un hijo del que compuso el gran Rafael Alonso. Un consejero dulcemente apayasado, con una nítida línea central: su patético anhelo de información, de controlarlo todo, acabará llevándole a la muerte. Javivi Gil borda un gran número cómico, soberbiamente pautado y servido, cuando informa a los reyes de la presunta locura amorosa de Hamlet. Curiosamente, su titubeo vocal, tan inequívoco como el trémolo de Manuel Alexandre, le da una gran veracidad al recitado sin enturbiarlo, porque el actor no pierde comba y domina el fraseo y los ritmos como pocos. Es un gran placer ver a este formidable y peculiarísimo intérprete, que debería estar más presente en nuestros escenarios. También es insólita la Ofelia de Ana Villa. De entrada, más bien parece una punki o una chica de pueblo (o una chica de pueblo metida a punki) que una doncella cortesana, pero tiene fuerza porque su composición no es nada externa y porque su tono, entre desabrido y furioso, le salva de caer en excesos líricos, que es el gran peligro del rol. Villa está muy bien cuando le cuenta a Polonio la visita nocturna de Hamlet, y muy apoyada con sugestivas soluciones de puesta: no se rompe tras el choque con el príncipe, sino que lo hace, muda, en la escena siguiente, mientras en primer término dialogan el rey y su consejero. Yolanda Vázquez (Gertrudis) tiene algo de la fragilidad y el encanto de Elvira Quintillá, y da bien la tristeza y el desconcierto de la reina, pero no se hace oír: su interpretación resulta opaca, indefinida, quizá porque el grueso de su carrera se ha desarrollado en otra lengua, en el Reino Unido. Antonio Gil y Secun de la Rosa acumulan más juegos de dobles que un panel de Wimbledon: Bernardo y Marcelo, Ros y Guild, los actores ambulantes, los enterradores, y me dejo algunos. Secun de la Rosa tiene mucha gracia, pero Antonio Gil se sale, desde ese Player King con peluca rubia, aburrido de que Hamlet siempre le corrija (un enfoque nuevo y ocurrente), hasta el vivísimo enterrador con acento pacense que vacila al Gran Danés a su vuelta de Londres. No me convenció, en cambio, Pau Roca, un muy buen actor que aquí compone un Laertes crispado y chillón (tampoco le ayuda esa boba entrada a punta de pistola, que empuja la escena hacia el subtarantinismo) ni me entusiasmó el Horacio de Pablo Messiez: se supone que es su mejor amigo y parece un Erasmus de visita en el palacio. Will Keen relaciona sin fáciles subrayados el vínculo (ciertamente familiar: tío y sobrino) entre la agonía existencial de Hamlet y la tortura culpable de Claudio: están muy cerca, en tono y contención, el “Ser o no ser” y el soliloquio del arrepentimiento, cima de Pedro Casablanc en el espectáculo, que luego va a mostrarnos a un Claudio en pánico, al que todo se le escapa de las manos.

Sanjuán inyecta electricidad a todas sus escenas; alcanza la cumbre, para mi gusto, en el violento careo con Gertrudis

Hay algo de vodevil trágico en la obra, algo que comienza con el asesinato de Polonio. Es en ese momento cuando empiezo a percibir, como nunca hasta ahora, ese aire de familia: todos meten la pata hasta el corvejón, todos se equivocan, todo empieza a ir fatal, los muertos se acumulan, nada sale como estaba previsto. Torpezas de Claudio y Gertrudis, torpeza de Polonio y megatorpezas de Hamlet, que es un puro desastre y no sabe dónde agarrarse: podría sentirse cerca de Ofelia, de los actores, hay ese momento de reconocimiento en Claudio, esa breve cercanía con Gertrudis, incluso con Laertes al final, pero todo el rato es demasiado tarde, todo se le escapa de entre los dedos como a ellos, se equivoca en todo este adolescente ciego a cualquier cosa que no sean sus obsesiones, sus malditas voces interiores. Todo está dislocado, out of joint, pero nada más dislocado que su cabeza. ¡Triste, triste familia!

Muy buena traducción, por cierto, la de Marta Fernández Ache, que también firma la versión y la codirección. Hay tajos, claro. Yo reincorporaría el plan para matar a Ros y Guild: el personaje queda un tanto dulcificado sin esa cabronada, planificada a sangre fría, gélida. Y, puestos a pedir, reconozco que un duelo a espadas en playback es original, pero la sensación de peligro y el goce de la esgrima real se esfuman por completo. Pegas menores, pero subsanables, de un estupendo montaje.

Hamlet, de William Shakespeare. Dirección de Will Keen. Traducción, versión y codirección de Marta Fernández Ache. Naves del Español. Madrid. Hasta el 29 de julio. / www.mataderomadrid.org.

Bulevares periféricos

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_