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EL BARQUERO DE AVALÓN
Columna
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Espíritu, carne y mármol

En sus últimos años, Miguel Ángel, reconocido y exaltado por todos, desconfía de la capacidad del artista para conseguir una auténtica liberación espiritual de la materia. Es la época en la que esculpe 'La Pietà Rondanini', obra revolucionaria y referencia imprescindible para comprender la poética de Adolfo Wildt, y acaso también la de Rodin

Rafael Argullol

En el Museo San Domenico de la pequeña ciudad de Forlì, en Emilia-Romaña, ha tenido lugar estos últimos meses una extraordinaria exposición sobre uno de los más importantes y olvidados artistas italianos de principios del siglo pasado: Adolfo Wildt, pintor, grabador, pero sobre todo escultor. Lombardo con antepasados suizos, Wildt, al igual que otros coetáneos suyos crecidos en el clima tempestuoso de la I Guerra Mundial y la ascensión del fascismo, cometió el error, la ingenuidad o el delito —es difícil discernirlo— de no alejarse suficientemente del nuevo poder totalitario. A Marinetti y los futuristas les ocurrió algo semejante, aunque su connivencia con el fascismo fue más militante, pues en el caso de Wildt, según parece, todo se redujo a esculpir tres o cuatro bustos de Mussolini, encargos oficiales que no le libraron, tras la caída del Duce, del ostracismo en la vida cultural italiana y europea de posguerra.

La retrospectiva de Forlì ha propuesto una reivindicación de Adolfo Wildt como creador, sin ocultar sus equivocaciones o complicidades. De hecho, en la exposición están los bustos de Mussolini, uno de ellos con varios impactos de bala, fruto del fusilamiento simbólico a que fue sometido por unos partisanos tras el ahorcamiento del dictador. Pero más allá de esta parte oscura de su obra, ningún espectador puede negarle a Wildt la consideración de gran artista. Estilísticamente inclasificable, en sus esculturas se reconoce el cruce de caminos propio de su época, con presencias de art nouveau y expresionismo, y afinidades con Rodin. Por encima de cualquier otra consideración, lo más sobresaliente en la trayectoria de Wildt es su trabajo con el mármol y las convicciones filosóficas que este implica. Después de contemplar atentamente sus esculturas en el Museo San Domenico llegué a la conclusión de que nadie había moldeado el mármol como Wildt, a excepción de Antonio Canova, Lorenzo Bernini y, por supuesto, Miguel Ángel, el diálogo con el cual acaba siendo, para el escultor lombardo, una obsesión.

Wildt, en el marco de una excelencia general, esculpió una decena de obras maestras. Me quedo con dos, muy distintas entre sí. La primera es un magnífico retrato del piloto Arturo Ferrarin, hombre cuya valentía rozaba la temeridad y que realizó travesías, tan arriesgadas entonces, como la que le condujo de Italia a Brasil y, con posterioridad, la que le llevó a Tokio, en un vuelo sin escalas, empresa en la que le habría acompañado Gabriele D’Annunzio si al final este no se hubiese decidido a emprender su estrambótica aventura militar en Istria. El busto de Arturo Ferrarin esculpido por Wildt parece una máscara sobrenatural, mágica y refinada al unísono. La segunda obra es un autorretrato realizado en 1909, El hombre del dolor, muestra de un tenso equilibrio entre expresionismo y clasicismo. La maestría en el tratamiento del mármol acerca a Wildt a los rostros dolorosa o gozosamente extáticos de Bernini, una prueba más de la constante referencia del escultor a la tradición del Renacimiento y del Barroco.

A este respecto ha sido un gran acierto de los organizadores de la exposición intercalar obras de los clásicos entre las de Wildt para hacer más explícita la espontaneidad del diálogo: Hércules y Anteo, de Antonio del Pollaiuolo; El profeta Habacuc, de Donatello, o Heráclito y Demócrito, de Bramante. Sin embargo, la referencia imprescindible para comprender la poética de Wildt es una de las obras más revolucionarias de todos los tiempos: La Pietà Rondanini, de Miguel Ángel, actualmente en el Museo del Castello Sforzesco de Milán, y a la que el escultor lombardo remite, en sus escritos, una y otra vez. Ninguna escultura de Miguel Ángel está tan constantemente en la pluma y en el cincel de Wildt, quizá porque ninguna refleja tan soberanamente la lucha en el mármol entre el espíritu y la carne. En una formulación extrema, la obra de Wildt —y acaso también la de Rodin— es un conjunto de múltiples variaciones sobre el motivo de La Pietà Rondanini.

Ante ‘La Pietà Rondanini’ todo se había modificado: el artista siempre fracasaría en su ambición de emancipar una obra perfecta

Cuando, hacia 1550, Miguel Ángel emprende otra vez uno de sus temas favoritos han pasado más de cuatro décadas desde que conmovió —y escandalizó— a los espectadores con la Pietà de San Pedro del Vaticano. Entonces se le llegó a reprochar, por parte de algunos puritanos, un exceso de belleza sensual en el cuerpo de Cristo, además de la célebre controversia originada por una madre —la Virgen— más joven, en apariencia, que el hijo. Miguel Ángel se defendió con vigor, pues en definitiva, aunque ya habitaba en Roma, no había sino trasladado al mármol los principios humanistas aprendidos en la Academia de Lorenzo el Magnífico en su Florencia natal. No obstante, transcurrido el tiempo y los desengaños, acrecentada la angustia religiosa, disminuida la fe en el poder del arte, el viejo Miguel Ángel se sumerge en su nueva pietà con un talante bien diferente al que demostró en su juventud, recién llegado a Roma. En sus últimos años, Miguel Ángel, reconocido y exaltado por todos, desconfía de la capacidad del artista para conseguir una auténtica liberación espiritual de la materia. Antes sí lo había creído; antes, como explica en sus sonetos, había pensado que la labor del escultor consistía en sacar capas a la piedra para que el espíritu diera a luz. La belleza ya existía en el interior del mármol. En consecuencia, el trabajo del escultor, duro y delicadísimo al mismo tiempo, era dar libertad a esas formas aprisionadas. El mármol era la carne, y el espíritu yacía en ella. El artista triunfaba si conseguía la armonía entre ambos, como el propio Miguel Ángel creía haber logrado en la Pietà vaticana.

Ante La Pietà Rondanini todo se había modificado: el artista siempre fracasaría en su ambición de emancipar una obra perfecta. Por eso era mejor el non-finito, la obra inacabada, la figura atrapada en la piedra. Miguel Ángel lo demuestra en varias esculturas al final de sus días. En el San Mateo, en La Pietà Palestrina y en su gran obra maestra tardía, La Pietà Rondanini con la madre y el hijo fundidos en un trágico paso de danza expresionista. La obra que obsesionaba a Adolfo Wildt y la que convirtió en la piedra angular de una trayectoria artística vigorosa y maldita.

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