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PURO TEATRO
Columna
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Chéreau, punto y coma

El director francés, en La Abadía. 'Coma', de Pierre Guyotat, relato de una feroz crisis existencial y artística. Tres días dentro del Festival de Otoño en Primavera. Ya pasó, pero sigue pasando, majestuoso, en la memoria

Marcos Ordóñez
Patrice Chéreau, en un momento de su lectura de 'Coma', de Pierre Guyotat, con dirección de Thierry Thieû Niang
Patrice Chéreau, en un momento de su lectura de 'Coma', de Pierre Guyotat, con dirección de Thierry Thieû NiangROS RIBAS

Cuánto tiempo hacía que no le veía en escena? Diría que desde finales de los noventa, cuando volvió a protagonizar Dans la solitude des champs de coton con Pascal Gregory. Al verle pisar el escenario de La Abadía me di cuenta, de repente, de lo importante que ha sido Chéreau para mí. La palabra es gratitud: por todo lo que ha hecho y lo que sigue haciendo. Yo crecí en ese mundo. Crecí gracias a él y a gente como él, que amaban y respetaban la palabra, que creían en su poder, en su capacidad transformadora, en su eco; que ante ella se presentaban descalzos, y esa humildad no era una coquetería (bueno, la justa). Así que Chéreau entra en el escenario vacío con los pies descalzos, quizá para adentrarse poco a poco en ese mar de palabras: Coma, de Pierre Guyotat. O para estar a tono: camina con el titubeo del interno de un psiquiátrico al que acaban de retirarle los zapatos para que no se cuelgue con los cordones.

Chéreau lleva el texto en la mano y recurre a él de tanto en tanto: estoy convencido de que se lo sabe de memoria porque lo lleva girando desde hace tres años, desde que lo estrenó en el Odéon. Iba a escribir que Coma es “mucho más que una lectura”, pero ¿qué otra cosa es una interpretación sino una lectura profunda, atenta a todos los giros y sentidos del texto?

Lo que hace Chéreau es una encarnación. Darle carne a las palabras, conjugar la claridad con el temblor, el ritmo hipnótico con el nervio: así es como lee un gran actor y un gran director, y consigue que esa lectura íntima alcance una fuerza épica. Sí: “epopeya íntima” sería una buena definición para el texto de Guyotat, un autor que se dio a conocer en 1965 con Tombeau pour cinq cent mille soldats, dramático testimonio de su experiencia como soldado en la guerra de Argelia y valiente requisitoria antimilitarista, y que cinco años más tarde sufriría una violenta censura por Éden, Éden, Éden: Leiris, Barthes y Sollers, entre otros, cerraron filas en su defensa. Tras un periodo en el que su literatura se vuelve casi indescifrable de puro experimental, renace con Coma, que aparecerá en 2006, en Mercure de France, por encargo de Colette Fellous: quizá lo más transparente que haya escrito nunca, como si tras la caída en el abismo hubiera renacido hablando un nuevo idioma, urgente y diáfano. Su tono me hizo pensar en Peter Handke, otro de mis héroes descatalogados; el Handke de El peso del mundo, de La mujer zurda, de Ensayo sobre el cansancio. El texto de Guyotat va más allá de la crónica de una depresión mayor, como Esa visible oscuridad, de Styron: es el relato de una crisis existencial y artística, una pérdida radical del sentido de la vida, un estado de coma y una lenta recuperación o, para decirlo a la manera de Handke, un lento retorno. En 1981, agotado tras la finalización de Le livre y el frustrado arranque de Historie de Samora Machel, la mano de Guyotat lleva un cuchillo contra su aorta. No decide suicidarse, sino que, mucho más aterrador, “se encuentra” intentando suicidarse. Exiliado del mundo razonable por un extremo anhelo de absoluto, se viene abajo por la imposibilidad de querer ser todo, sentir todo, escribirlo todo. El lenguaje (“demasiado bello, demasiado duro, demasiado poderoso”) se le escapa como un pez entre los dedos, “más veloz que mi pobre pensamiento”. Hay algo artaudiano (el Artaud de Rodez) en lo que escribe, incesantemente, en el sanatorio mental del doctor Brisset, en Ville-D’Avray.

Chéreau nos transmite en toda su pureza un momento conmovedor. Un atardecer, en compañía de una amiga que ha ido a visitarle, Guyotat escucha el canto de un pinzón entre el follaje, “tan ligero, tan frágil, tan libre” que parece brotar de un mundo lejano, antiguo, inalcanzable: así quería escribir cuando cayó la losa, y rompe a llorar porque ya no puede atrapar ese canto. Llega luego la recuperación, pero también las terribles recaídas, las embestidas de la angustia. Guyotat vive ahora en una roulotte. Duerme durante el día y vagabundea por la ciudad, insomne, incapaz de comer, recorriendo farmacias lejanas para conseguir descomunales dosis de Compralgyl, que entonces se vendía sin receta; visita de madrugada las tumbas de sus padres, obsesionado por su recuerdo; tiene breves encuentros sexuales que unen su perfil al de los personajes de Genet y Koltès, como el desolado narrador de La nuit just avant les forêts, precisamente el penúltimo espectáculo de Chéreau, que vimos hará un par de meses en el Lliure, protagonizado por el gran Roman Duris y codirigido por Thierry Thieû Niang, que es quien ha firmado Coma. En mitad de su larga noche, Guyotat recibe como un ancla de salvación la llamada de Antoine Vitez, que va a montar el Tombeau en Chaillot. (La emoción de escuchar también el nombre de Vitez, otro héroe arrumbado en las estanterías traseras de este tiempo que condena al olvido a los grandes artistas anteriores al quincalleo de la modernidad). Guyotat no puede acudir al estreno: está ingresado de nuevo en el hospital, ahora víctima de un enflaquecimiento atroz que le lleva al coma, metáfora viva de una oscura voluntad de desaparición. Después, el lento retorno a un mundo sin color ni relieves, y “la obligación cotidiana de sobrevivir”, escribe, “con un corazón que solo bombea una sangre que no calienta. Hay que esperar y aprender de nuevo a alimentarse, a dormir, a lavarse, a vestirse, a caminar, cada día; aprender, a golpes, torpemente, a retomar el corazón. Paciencia. Paciencia”. Silencio. Enormes aplausos. Pocos días más tarde encuentro, buceando en la Red, la emisión que le dedicó Arnaud Laporte en France-Culture con motivo de su estreno en el Odéon. Me causó una admiración y una nostalgia tremendas. Un programa de tres horas, con la retransmisión en directo de Coma, seguida de una entrevista con Colette Fellous y una larga conversación con Chéreau, Thieû Niang y Guyotat. Ni una pregunta banal, ni una respuesta trillada. Admiración por el fervor de Laporte y de France-Culture, por su convicción de que estaban ante un acontecimiento, ante algo necesario que solo podía cubrirse de ese modo; nostalgia por una cultura tan viva, tan inflamada; por un país tan cercano donde, pese a todas las crisis, el arte y los artistas siguen importando.

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