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EN PORTADA / VOCES DEL EXILIO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Por fin ya es todo nuestro

Ni el exilio está sepultado como fenómeno crucial del pasado ni lo está como problema intelectual

Jordi Gracia
Claudio Sánchez-Albornoz, a su llegada a Madrid en 1976, tras 40 años de exilio. A su izquierda, su hijo Nicolás.
Claudio Sánchez-Albornoz, a su llegada a Madrid en 1976, tras 40 años de exilio. A su izquierda, su hijo Nicolás.CÉSAR LUCAS

Ni la más exhaustiva bibliografía sobre el exilio español de 1939 —que hoy es ya abrumadoramente copiosa— logrará borrar en el lector la impresión primaria de un doble dolor: la derrota primero y la expatriación después. Sabemos infinitamente más de lo que sabíamos en general y en particular y la abundancia de testimonios y relatos ha crecido de manera casi ingobernable: un tesinando hoy dispuesto a examinar a fondo el conjunto del exilio dará de cabeza en el manicomio sin la menor reserva.

Por supuesto, es una estupenda noticia, aunque en realidad sólo expresa las condiciones de una nueva etapa que ha empezado ya: el exilio nunca había sido tema tan completamente nuestro como ahora porque sabemos hoy lo que no sabían los propios exiliados, lo que ellos ignoraban de las múltiples peripecias de otros exiliados, lo que sólo supieron a medias o demasiado tarde sobre exiliados que regresaron, sobre los que no regresaron y sobre los que paradójicamente hicieron ambas cosas. Ni el exilio está sepultado como fenómeno crucial del pasado ni lo está como problema intelectual; de hecho, está refrescantemente iluminado por la reedición de diarios y memorias, el estudio de fuentes de archivo, fotográficas y cinematográficas, la publicación de epistolarios —algunos tan obvios como la colección Epístola de la Residencia de Estudiantes— o la edición escrupulosa de cualquier forma de literatura exiliada —como ha venido haciendo entre otras la especializada Biblioteca del Exilio que dirige Manuel Aznar—, e incluyen la obra de arquitectos, de pintores, editores o ingenieros y sus peripecias vitales. Y tanto los libros de Tomás Segovia y Nicolás Sánchez-Albornoz como la monografía académica de Cate-Arries ratifican esa arborescente pluralidad de experiencias y de lecturas para alumbrar un mapa más abierto de interpretación, más flexible, y a veces más chocante: desde el desgarro interminable que aún destilan tantos estudios recientes hasta la percepción menos atada al origen salvaje del exilio. Baste echar un vistazo a la bibliografía primaria y secundaria que recoge la página de la aemic.org para los dos últimos años, pero también la luminosa racionalidad ilustrada, fecunda y universalista, que respiran varios de los ensayos compilados por Tomás Segovia en Digo yo. Escribe y piensa desde la conciencia de la pluralidad de estratos que conviven en toda etapa histórica y la “corriente submarina” de la que habla puede ser casi una metodología de interpretación también para el exilio, como de hecho sucede en tres de sus ensayos.

Los hijos del exilio no comparten “las mismas heridas” que sus padres porque fueron más afortunados, en general, pero “una injusticia que acaba en final feliz no por eso se vuelve justa”. Estas nuevas condiciones diluyen en gran medida la relevancia del debate político sobre el exilio porque es redundante e innecesariamente obvia, mientras nos pesa mucho más la voluntad de comprender cabalmente la compleja diversidad de mutaciones que vivió un proceso colectivo, plural y prolongadísimo. ¿Qué forma de la ecuanimidad racional lleva a Nicolás Sánchez-Albornoz a deslindar entre los trabajos forzados y la esclavitud propiamente dicha, o entre los campos de exterminio nazis y los “de casa”, como Cuelgamuros, donde estuvo y de donde se fugó? ¿Es la misma que sin aspavientos subraya —como a su vez podría suscribir Tomás Segovia— que durante sus veinte años de exilio en Buenos Aires “ni mi cabeza ni mis sentimientos ni mis actividades quedaron encerrados en ese círculo de compatriotas (…) No estuve ni me sentí de paso” o que incluso le lleva a reclamar el “sello voluntario” al exilio sin rebajar lo que hubo de ferocidad implacable en la persecución franquista? Porque desde luego, en su relato frío, contenido y emotivo de la peripecia de expresidiario y exiliado sigue latiendo el refundador de la FUE de la posguerra que visitó en Madrid a Marañón, a Ortega y a Teófilo Hernando en 1946. Iba a recabar ayuda y recabó un desengaño que sólo mitigó la ayuda efectiva de Hernando. Él creía que Ortega y Marañón fueron “equidistantes”, y así lo cuenta, pero en realidad fueron ambos inequívocamente aliados del bando franquista en guerra, uno explícitamente y el otro sólo privadamente.

El libro de Francie Cate-Arries, Culturas del exilio español entre las alambradas, aborda lo que dice su subtítulo: ‘Literatura y memoria de los campos de concentración en Francia, 1939-1945’, y termina por tanto justo en el momento de ese encuentro desesperanzador. Desmenuza los testimonios escritos, literarios o documentales, de los campos franceses, y acude a los más conocidos de Max Aub, Andújar o Artís-Gener pero también a otros tan infrecuentes como los diarios de Victoria Kent, Antonio Ros o García Gerpe, además de las fotos de Ione Robinson. Y el rastro se hace absolutamente vivo cuando sabemos que el refugiado que logra salir de las alambradas para llegar a América pertenece irremisiblemente a una “minoría privilegiada entre miles de refugiados que buscaban un lugar seguro” (y viene a la memoria la acritud de otro memorialista exiliado atípico como Carles Fontserè). La utopía del viaje a América está por todos sitios, pero cito este caso estremecedor del diario de Eulalio Ferrer, de 1939: “Como ha sucedido en otros casos y en otros campos, el náufrago voluntario se metió al agua con todo y maleta, avanzando hacia dentro. Llevaba uniforme de gala de la armada. ‘Déjenme embarcar’, les gritó a sus salvadores. Creía que un barco le esperaba con su esposa e hijos para llevarlo a América”. Es probable, al fin y al cabo, que el exilio más joven haya sido también el que más tempranamente asumió el tránsito que va de ser refugiado, que implica transitoriedad, a ser exiliado, que incorpora la fatalidad. Fue el paso que dieron tempranamente José Gaos o Ayala o Ferrater Mora y que parece la tradición que reconocen tanto Tomás Segovia como Sánchez-Albornoz. Una frase del libro de este último contiene otra verdad también incómoda: “El mal trago [de la persecución en el interior] traía más cuenta pasarlo afuera”, a sabiendas de que el bien superior de la vida y la dignidad “no siempre se alcanza siguiendo una senda libre de desazones”. Y desde luego las tuvieron, tanto él como su padre, Claudio Sánchez-Albornoz, en sus respectivos exilios, aunque ambos decidiesen seguir fuera: los presos en las alambradas y los afortunados de un exilio mejor son también nuestros.

Digo yo. Ensayos y notas. Tomás Segovia. FCE. México, 2012, 262 páginas. 20 euros. Cárceles y exilios. Nicolás Sánchez-Albornoz. Anagrama. Barcelona, 2012. 336 páginas. 19,90 euros (electrónico: 14,99). Culturas del exilio español entre las alambradas. Literatura y memoria de los campos de concentración en Francia, 1939-1945. Francie Cate-Arries. Traducción de Jaime Fatás Cabeza. Anthropos. Barcelona, 2012. 464 páginas. 24,50 euros.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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