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EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Oficio de vivir

El escritor italiano Luigi Pintor despliega su espíritu libre a través de tres historias en las que el narrador se diluye en la historia común como voz crepuscular del siglo XX

Cerdeña es uno de los escenarios de la narrativa de Luigi Pinto.
Cerdeña es uno de los escenarios de la narrativa de Luigi Pinto.TREE LIONS (GETTY)

No hay demasiadas ocasiones de poder atribuir, con rigor, la expresión “espíritu libre”. De quien la merece decimos que escapa a la constricción. Aunque en sí misma la constricción no tiene por qué ser restrictiva —pese al diccionario—, un espíritu libre no la tiene en cuenta. Luigi Pintor (Roma, 1925- 2003) se mueve con esa radiante libertad de espíritu al pasar de periodista y analista político al territorio de la literatura. Nada avala, excepto el prejuicio, que un miembro destacado del PCI, resistente antifascista, cofundador de Il Manifesto, acreditado disidente, pueda propiciar una escritura desvinculada de la crónica realista. Pero el caso de Luigi Pintor es marcadamente insólito. Su primera incursión literaria es un breve memorial, Servabo. Memoria de final de siglo (1991), publicado aquí al año siguiente como suplemento de la revista Debats. De aquella escritura cabe expresar la misma conmoción de Pintor a su regreso a su amada Cerdeña: “Era de nuevo real y sin embargo seguía siendo fantástica”. En aquel libro sostenía que bastan dos páginas “para agotar cualquier argumento”. Cuestión de temperamento; pero, a la vista de este volumen, tres novelas que juntas apenas superan las 200 páginas, esa afirmación se propone al modo de una poética. Ahora bien, ¿son novelas? Supongamos que sí, y qué importa. Su registro es narrativo, no se va por las ramas. La señora Kirchgessner comienza así: “Cuando vine al mundo…”. Pero esta aparente servidumbre al relato se ve impugnada por el testimonio que deriva en reflexión, luego sancionada por la carencia de épica personal: “Desde el día de mi bautizo han pasado más de setenta años, durante los cuales no he hecho nada”. Ese “no haber hecho nada”, sin embargo, es la materia de su narración. Una materia, por otro lado, igualmente concreta, fértilmente instalada en la memoria. O sea, que no vamos a encontrar sucesos, ni una enumeración de pequeñas gestas cotidianas, sino una voz que restituye el clima, el asombro, las percepciones iniciales, el fervor de lo vivido, una interioridad ordenada con la cauta desesperación de la vejez que sabe que “las cosas importantes son fútiles y las fútiles, importantes”.

Esa vejez es aquí una suerte de desapego del mundo, una mirada escéptica que no se resigna a la extinción, pues la muerte ya está “en el tiempo consumido”. Luigi Pintor extrae de su memoria aquello que sólo ella puede atesorar y lo expone de nuevo vivificándolo con una sabia reflexión que reanima lo vivido. Resulta de todo punto sorprendente la desesperanza sin amargura, la sutil belleza con que estas páginas se van construyendo; se diría que se escriben solas, con la mínima intervención del escritor, como si éste fuera un mero amanuense guiado por el espíritu placentero del recuerdo. Y aún es más sensible la manera en que, hablando de sí mismo, se diluye en la historia común, indicando fechas, y en el paisaje de nubes y hojas, ocupándose de personajes sin nombre, desde el amigo suicida al tío complaciente y reacio a su matrimonio o el hijo muerto. Todo pasa aquí susurrado, acentuando la falsedad de la vida privada, que es menos una experiencia que una atmósfera, y bajo la imitación de la señora Kirchgessner, nacida dos siglos atrás, “ciega pero virtuosa de la armónica”, que con su arte atestiguaba que “los sonidos son menos engañosos que las palabras”.

La señora Kirchgessner / El níspero / Los lugares del delito

Luigi Pintor

Traducción de Helena Aguilà Ruzola

El Aleph. Barcelona, 2012

210 páginas. 18,90 euros

Pero si en La señora Kirchgessner el narrador y el autor se identifican, aunque diluidos en líquido verbal, en El níspero Pintor se sirve de Jano, un personaje estrafalario simplemente por la edad —tiene cien años— que, sentado bajo el árbol del título, se pone a divagar, “sin ceder a las tentaciones mundanas”, acerca de todo y de nada, siempre que esté relacionado con las “turbaciones de su alma”. Por supuesto que Jano, como el narrador de la anterior novela, es un trasunto del autor, pero también es una voz crepuscular del siglo XX que distrae sus últimos años, de junio de 1997 a noviembre de 1999, componiendo un mensuario con una irrigada cosecha de cavilaciones, evitando el dictamen o la máxima para no parecer taxativo, aunque a veces se ponga pedagógico: “Si la acción no tiene incidencia y no genera una novedad solo es una forma de enmascarar la inercia”. En realidad Jano piensa cómo el árbol da sus frutos, e invita al lector a que recoja el tema o la cuestión que mejor se acomode a su gusto, con la seguridad de que ninguna pieza está podrida. En Los lugares del delito la voz crepuscular de la vejez se confunde, por momentos, con la fluctuación renacida de una redacción escolar, aunque escrita por un hombre de más de cincuenta años a quien le quedan pocos meses de vida. En esa zona fronteriza y brumosa, donde se superpone “el pasado al presente y el espacio al tiempo”, las meditaciones de este hombre producen, sin embargo, una luminosa empatía, hasta el punto de que el lector cierra el libro apropiándose de sus palabras: “Me he ido con la sensación de haber mantenido una conversación conmigo mismo, un desdoblamiento o una identificación”.

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