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PERIODISTAS LITERARIOS
Columna
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Azorín: paraguas rojo, paraguas negro

El joven periodista provocador y anarquista, el escritor que dio nombre a la generación del 98 y se inventó Castilla como género literario, acabó siendo un personaje gélido, sobrio y discreto que disolvió su vida en un latente franquismo

José Martínez Ruiz, 'Azorín' (Monòver, Alicante, 1873-Madrid, 1967).
José Martínez Ruiz, 'Azorín' (Monòver, Alicante, 1873-Madrid, 1967).

Este joven periodista con aires de anarquista, que recién llegado a Madrid desde Valencia se hizo famoso por el paraguas rojo con que se paseaba por la calle de Alcalá, había nacido en Monòver, el domingo 8 junio de 1873, hijo de don Isidro Martínez, abogado, y de doña María Luisa Ruiz, sus labores, ambos señoritos hacendados en viñedos y cereal. El nacimiento y bautismo de este primer vástago fue celebrado con un revuelo de criadas y parabienes de vecinos, acompañado de pastelillos, zarzaparrillas y licores de café. Se le impuso el nombre de José Augusto Trinidad.

Primero llevaron al niño muy repeinado, bien abotonado, a la escuela de párvulos del pueblo; después lo encerraron en el internado de los escolapios de Yecla y al terminar el bachiller, en el que, según las crónicas, fue repetidamente suspendido en redacción, llegó a la Universidad Literaria de Valencia, en la calle de la Nave, para estudiar Derecho. Su progenitor soñaba para él con una brillante carrera de leyes, pero muy pronto se torció su destino. En Valencia el joven provinciano, quien con el tiempo tendría en esa ciudad una calle llamada del Literato Azorín, disolvió su vida alrededor de la facultad en casas de huéspedes en los vericuetos por Bonaire, Barcas y Moratín. Por ocho reales tenía desayuno, comida, cena, cama y todos los sueños por delante. Este joven con ínfulas de libertario, hijo de propietarios de pueblo, se pasó las primeras noches espiando el ir y venir de una muchacha en la estancia iluminada de la casa de enfrente, una emoción estudiantil que trasladó a las primeras cuartillas; luego comenzó a pasearse por la Alameda, a hurgar en librerías de lance, a tomarse alguna cerveza en el café León de Oro, a ensayar cierto malditismo en los teatros de music hall y en el Fum-Club bajo la inspiración del famoso escritor iconoclasta Luis de Bonafoux, llamado La Víbora de Asnières. Todo menos ir a clase.

Puesto que desde el primer momento estaba decidido a ser periodista, escritor y no abogado, trató de conocer y pedir trabajo a los santones literarios del momento, a don Teodoro Llorente, director de Las Provincias, a Francisco Castell, de El Mercantil Valenciano, a Blasco Ibáñez, dueño de El Pueblo. Unos le recibieron con desinterés, otros con cierto agrado y finalmente logró colocar algunas críticas esporádicas, breves estampas de costumbres y soflamas de propaganda anarquista en los papeles del Ateneo Libertario y otros artículos incendiarios en el diario España, en una sección titulada ‘Dinamita Cerebral’, donde también firmaba Ramiro de Maeztu.

Obligado por su padre a ser un hombre de provecho, en vista de que la facultad de Valencia le venía cuesta arriba, trasladó su expediente académico, plagado de suspensos, a la Universidad de Granada y luego a la de Salamanca en busca del coladero de algún catedrático que diera un aprobado general por haber salido bien de una operación de próstata, por la boda de una hija o similar. Volvió a Valencia sin conseguir licenciarse. En cambio publicó su primer trabajo, La crítica literaria en España, firmado José Martínez Ruiz bajo el seudónimo de Cándido.

Las relaciones con su padre continuaban siendo muy tensas hasta el punto que en unas vacaciones forzosas en el pueblo lo mantuvo encerrado en una habitación de casa donde recibía la comida a través de un torno. ¡Señorito, la sopa de fideos ya está lista! —gritaba el servicio—. Solo entonces abría la trampilla. Este joven redentor no cruzaba la palabra con nadie. Durante su estado de misantropía solo se comunicaba por señas con las criadas a la hora de recibir el sustento diario. El resto de las horas las pasaba dormitando en un camastro y leyendo boca arriba a Santa Teresa y a otros clásicos junto con panfletos anarquistas. De unos aprendió a bordar el idioma castellano, de otros a formarse una empanada.

La fama despertó al propietario de provincias, al pequeño reaccionario, que llevaba dentro sin saberlo

Hubo un momento en que por locura o aburrimiento tuvo de soltar amarras y salir de aquel encierro. Dejó atrás el Mediterráneo a las dos de la tarde del 24 de noviembre de 1896 en un tren borreguero, que lo depositó en Madrid completamente descoyuntado a la mañana siguiente, después de veinte horas de viaje. Tomó una habitación abuhardillada en la calle Barquillo y a continuación se echó a la calle. Llevaba una tarjeta de presentación del ínclito Bonafoux y con ella en el bolsillo se presentó en la redacción de El País, un periódico reaccionario, donde comenzó a trabajar hasta altas horas de la noche escribiendo sueltos, telegramas, críticas y notas de sociedad. Antes de ser expulsado de la redacción por unos artículos contra la sagrada institución de la familia, la propiedad y el orden establecido, había merecido un elogio de Clarín en uno de sus Paliques. “No sé quien es ese tal José Martínez Ruiz que escribe artículos de costumbres en El País, pero quienquiera que sea se trata de una de las mejores esperanzas en la literatura satírica”. Este elogio le abrió las puertas del Imparcial, el diario referente del momento.

Le esperaban días de gloria con su firma prácticamente en todos los periódicos de la época. Había escrito La Voluntad en 1902, una novela de iniciación y otros relatos autobiográficos de infancia y juventud, pero su genio de escritor se hacía patente en sus estampas y relatos de viajes, por ejemplo en La ruta de Don Quijote, publicado por entregas sobre la marcha en el Abc en 1905. A partir de ese momento Azorín empezó a crearse un estilo propio en el que cada palabra era una taracea con la que labraba la pieza como en madera de ébano. Cronista parlamentario, enviado al frente de Francia en la Gran Guerra, crítico literario, sutil cazador de silencios de zaguanes castellanos, del aroma de baúles olvidados llenos de legajos, de crujidos de tarimas de caserones antiguos, de botijos sobre las mesas de azulejos en el patio de fondas del Comercio, de ventas perdidas camino de pueblos enjalbegados, de voces evanescentes de criadas de hidalgos que se oyen en la duermevela. En el diario El Sol, donde escribían bajo la sombra de Ortega todos los grandes, Azorín dio nombre a la generación del 98 y se inventó Castilla como género literario. Pero la fama despertó al propietario de provincias, al pequeño reaccionario, que llevaba dentro sin saberlo. De hecho cuando volvía a Monòver, desde los balcones algunos paisanos se decían entre ellos gritando: “¡Ha llegado el señorito Pepe!”. Venía esposado con una señora respetable, doña Julia Guinda, que un día causó gran escándalo entre los lugareños porque entró en el casino tres pasos por delante de su marido.

Si Azorín se paseaba al principio con un paraguas rojo para provocar a los burgueses y a los escritores famosos apoltronados en los cafés de la calle Alcalá, todo el misterio de su biografía consiste en saber por qué aquel paraguas rojo abierto se fue convirtiendo a lo largo de los años en un paraguas negro cerrado. El anarquista que quería destruir el orden constituido acabó siendo subsecretario de Instrucción Pública de Antonio Maura y seis veces diputado conservador. Se zafó de la Guerra Civil huyendo a París, como Baroja, Marañón y Ortega y de regreso a España, solventada ya la carnicería, bien por miedo o conformismo proclamó con entusiasmo las excelencias del dictador y disolvió su vida en un latente franquismo, sentado en un sillón de orejas con puntillas en el respaldo que confeccionaba su señora a ganchillo. Paseos solitarios por Madrid, lecturas recónditas, escritos miniando el idioma castellano con adjetivos llenos de un temblor rítmico, envasado. Este personaje gélido, sobrio, discreto, con los huesos de perfil, al final iba de su casa de la calle Zorrilla a la Academia de la Lengua, luego una vuelta por el Prado, un pastelillo a la hora del café, un cine a media tarde y sopa de menudillos para la cena. Aquel anarquista acabó recortado así por la línea de puntos. Lo veías pasar y él mismo parecía su propio paraguas negro cerrado.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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