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No coma enfrente de Janet Malcolm

La escritora da una lección de periodismo en su relato de un juicio por asesinato

Soledad Gallego-Díaz

Todo el proceso que rodea un juicio contiene un sesgo malicioso y dañino, bajo la apariencia de asunto relacionado con la verdad, y Janet Malcolm, la escritora y periodista norteamericana de ascendencia checa, ha logrado retratarlo en un libro breve y preciso, que causa desasosiego, desde la primera a la última línea. No es la primera vez que Malcolm denuncia el curso insidioso de actividades aparentemente dignas: ya destrozó la imagen del periodismo en un libro memorable, El periodista y el asesino, que casi la enfrentó con toda la profesión, o la aparente exactitud de la biografía, un género, advierte, en el que el autor toma siempre e inevitablemente partido.

Ifigenia en Forest Hills es el relato de un juicio por asesinato al que Malcolm asistió como reportera de la revista New Yorker, con la que colabora desde hace más de cuarenta años y que alcanzó una relevancia inusual en 2009 porque el suceso se produjo dentro de una comunidad bujarí, una confusa secta judía que se estableció en Asia Central en algún momento de la historia y muchos de cuyos miembros emigraron a Estados Unidos en los años setenta. De Uzbekistán proceden los protagonistas de la historia, la doctora de 35 años Mazoltuv Borujova, su marido, Daniel Malakov, odontólogo, a quien supuestamente ella mandó asesinar, y el autor material de los disparos, un primo lejano de la acusada.

Ifigenia en Forest Hills. Anatomía de un asesinato

Janet Malcolm
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Debate. Barcelona, 2011
192 páginas. 18,90 euros (electrónico: 12,90)

Un juicio es una pugna entre dos relatos antagónicos, escribe Malcolm, el que realiza la defensa y el que intenta imponer la fiscalía, y la reportera intenta seguir esos dos relatos y seguir el proceso por el que se establecerá la verdad. Inmediatamente comprendemos que es un objetivo imposible. Ese es el malestar y esa, precisamente, es la obsesión de Janet Malcolm, la columna de todo su trabajo y de todos sus libros: la verdad se escapa, es imposible alcanzarla porque “vamos por la vida oyendo mal, viendo mal e interpretando mal para dar sentido a la historia que nos contamos a nosotros mismos”. El propio relato de la historia hace que sea poco fiable.

Sería una grave equivocación creer que Malcolm da licencia al periodismo para abandonar esa búsqueda. Al contrario, le exige todavía más, se exige ella misma todavía más empeño y rigor. En este libro, como en todos los que ha publicado hasta ahora, la escritora ejerce una vigilancia implacable sobre sí misma y sobre su trabajo. Tal vez la descripción más conocida de la manera de escribir de Malcolm es la que ofreció su colega Robert S. Boynton: “No coma nunca enfrente de Janet Malcolm; o le enseñe su apartamento, o corte tomates mientras ella le mira. Cualquier gesto desfavorecedor o tic nervioso quedará registrado con devastadora precisión”. La relación de Malcolm con el periodismo es brutal. Lo expuso en el famoso primer párrafo de El periodista y el asesino: “Cualquier periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado vanidoso como para no darse cuenta de lo que está pasando, sabe que lo que hace es moralmente indefendible”. A Malcolm no le gustan los periodistas (y es fácil comprobarlo en su descripción de los colegas que asisten al juicio), pero sabe que es uno de ellos. “Los periodistas se quieren unos a los otros como miembros de una familia, en su caso de una especie de familia criminal”, escribe. “La posición social y el nivel educativo de los periodistas ha ido mejorando con el paso de los años y algunos periodistas escriben maravillosamente bien. (…) Sin embargo, la fragilidad humana sigue siendo moneda de cambio, y la maldad, el impulso que anima al periodista. Un juicio proporciona oportunidades únicas a un periodista despiadado (…) sus artículos se escriben solos; basta con tirar de la fruta madura que cuelga de los atroces relatos de los letrados”.

Malcolm ofrece una resistencia feroz, se niega valientemente a tirar de la fruta madura y en Ifigenia en Forest Hills da un nuevo ejemplo de su lucha por buscar la verdad, sabiendo que no está en la culpabilidad o inocencia de la doctora Borujova (“no podía ser la asesina aunque todo apuntaba a que lo era”) sino en el proceso legal al que ha sido sometida. Ifigenia (la hija de Agamenón y Clitemnestra sacrificada por su padre en el altar de Áulide) es Michelle, la niña de cuatro años a la que un juez y un tutor legal deciden un día, inexplicablemente, separar de su madre y entregar a su padre, que ni tan siquiera ha reclamado la custodia. ¿Qué error de comprensión respecto a su país de adopción ha cometido Borujova, se pregunta la reportera, para terminar en manos de un juez capaz de sellar, llevado por la soberbia, un destino funesto para una mujer?

Janet Malcolm acepta muy pocas entrevistas y casi siempre opta por cuestionarios por escrito, pero los pocos que han conseguido hablar directamente con ella, como Eduardo Lago (EL PAÍS, 26 de junio de 2004), atestiguan que es una mujer “de aspecto frágil, mirada firme y frente despejada”. Dicen que es famosa entre sus colegas por su expresa renuncia, cuando escribe, a la amabilidad. Eso no quiere decir que no tenga sentido del humor. Sus retratos de los personajes son como cuchillas, envueltas en una prosa elegante y precisa. El juez que preside la sala, “cabeza pequeña y cuerpo grande, cultiva la falsa apariencia de jovialidad propia de los tiranos estadounidenses”, el fiscal, con abrigo y sombrero negros, se parece a “un psiquiatra búlgaro” y el padre de la víctima es “un hombre que exhibe la turbulencia emocional de un personaje de Isaac Bashevis Singer”.

“Un periodista que se traga y publica el relato completo que le hacen no es un periodista sino un publicista”, aseguró una vez. Curiosamente, Malcolm fue considerada durante algunos años en EE UU como un ejemplo de profesional poco ético, debido a su libro En los archivos de Freud. Hija de un psiquiatra checo, muy interesada ella misma en el tema, fue demandada en 1984 por el protagonista, el psicoanalista Jeffrey Masson, que la acusó de inventarse declaraciones suyas y le reclamó diez millones de dólares. Una larga travesía por los tribunales finalizó en 1994 con el rechazo de la demanda por “falta de evidencia” contra la periodista. Masson negaba haber dicho que se había acostado con mil mujeres o que era el mejor psicoanalista del mundo después de Freud. Según Malcolm, simplemente nunca pensó que su entrevistadora fuera a reproducir esas confidencias. Que sería amable.

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