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El ‘cantecito’ cautiva 20 años después

Kiko Veneno repasa en directo uno de los discos seminales en la década de los noventa

Kiko Veneno, durante su actuación anoche en Madrid.

Existen discos míticos por las circunstancias, porque nacieron de pie, cayeron en gracia y se hicieron un hueco en nuestros corazones. Y existen discos míticos de puro ingenio, porque retratan a un artista en pura efervescencia. Los primeros se desinflan con los años, reducidos a una anécdota entrañable, a episodio para la sociología. Échate un cantecito pertenece, sin embargo, al segundo grupo. Han transcurrido dos décadas desde que Kiko Veneno garabateó aquellas letras en una escapada londinense y ayer, por esas cosas tan socorridas de los aniversarios, nos lo repasó enterito en La Riviera de Madrid, abarrotada como solo acontece en los días trascendentales.

El preámbulo fue algo frío, con Kiko y su guitarrista de cabecera, Raúl Rodríguez, interpretando como dúo Farmacia de guardia o Palabras para Julia. El público parecía aún más propenso a la tertulia y el avituallamiento, pero en cuanto sonó el punteo inicial de Lobo López pareció sacudido por una descarga eléctrica. E inmersos todos por voluntad propia en el túnel del tiempo, no quedó más remedio que rendirse a la evidencia: a aquellas diez canciones, siempre entre lo gozoso y lo sublime, sigue sin sobrarles un solo gramo de grasa.

El representante de Veneno, Carlos Mariño, había encontrado un Mercedes blanco descapotable (¡prueba superada!) como se consiguen ahora estas cosas: difundiendo la petición por Facebook. Y en ese emblema del gitaneo, inmortalizado en la última composición del disco, compareció nuestro ya sexagenario flamenquito de Figueres por la ribera del Manzanares. Dispuesto a reivindicar una obra que ha merecido una preciosa reedición (CD adicional, DVD y papeles varios), de esas que redime a la industria discográfica de pecados pretéritos.

En realidad, Échate un cantecito sigue entusiasmando a quienes se engancharon a tamaño despliegue de rumba y desparpajo cuatro lustros atrás. Que son más de los previstos, puesto que el concierto se había programado inicialmente en una sala, Joy Eslava, con menos de la mitad de aforo. José María López Sanfeliu repasó por orden los diez temas de su obra quintaesencial, aunque ello nos abocara a recapitular y preguntarnos dónde andábamos veinte años atrás y cómo ha evolucionado desde entonces nuestra salud capilar y reumatológica. Es lo que hay, y mejor seguir contándolo, a juzgar por los desprejuiciados bailoteos que inspiraron entre la audiencia Fuego, El mensajero o, claro, Joselito. “Siete novias tuve / más novias que un moro”, se desgañitaba el gallinero. ¿Cuántos trovadores podrían hoy competir en agudeza con un estribillo así?

Las piezas se conservan casi como las conocimos, más allá de algún matiz: el redoblado acento cubano que adquiere El mensajero, el hábil comienzo con voz y guitarra de Joselito, el acentuado derrotismo de Me siento en la cama, crónica de esos días tontos que todos terminamos padeciendo por docenas. Alguno de los títulos que menos prevalecía en la memoria, como Salta la rana, se revitaliza con un estupendo duelo de guitarras entre Charlie Cepeda (eléctrica) y Raúl Rodríguez (acústica). Y Kiko se gusta y siente a sus anchas en otro de los cortes menos difundidos, Reír y llorar.

En cualquier caso, nada en Échate un cantecito sigue asombrando tanto como su gracejo. El aroma callejero de Superhéroes de barrio o la casete de En un Mercedes blanco, tan canallita y suburbial, suena hoy mucho más chisposo que todos los estopas, ojosdebrujo y muchachitos que en el mundo han sido. Por mucho que el propio Muchachito Bombo Infierno y Tomasito fueran los invitados a la traca final de Volando voy, esa inmortal rumba para Camarón que alguno sugirió como himno patrio alternativo. Sería inimaginable silbarlo, por lo pronto.

Porque después de la integral de Échate un cantecito, el sevillano gerundense obsequió a los suyos con casi un segundo concierto adicional, una docena de himnos de sus otras producciones. Dice la gente, la canción que da título a su todavía última obra, es tan enorme y africana que habría gozado de la bendición de Ali Farka Touré. Y Los delincuentes, Veneno, Coge la guitarra o Memphis blues, su muy iconoclasta lectura de Dylan, merecen también hueco en nuestra avejentada memoria. Aunque no se escribieran en aquel mágico exilio londinense.

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