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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Blanco

Marcos Ordóñez

Una vez me fui de un cine donde daban Vuelvo a casa, de Manoel de Oliveira, porque no soporto ver caer a un actor, y eso había en su centro: Piccoli era allí un viejo cómico que perdía sus líneas y caía en el blanco, la pesadilla recurrente de los cómicos, tan dolorosa de vivir como de contemplar. París entero era blanco para Piccoli en aquella película, porque perder el texto equivale a perderse (o peor, encontrarse) en el desierto, donde no hay dimensiones, donde 30 segundos pueden convertirse en una eternidad asfixiante. Hay quien antepone el miedo a hablar en público al de la mismísima muerte: a muchos actores les pasa algo parecido con el temor a perder el texto. Quizás a eso aludía oscuramente Donald Wolfit cuando dijo: “Un actor no se retira, simplemente se derrumba”. Pau Miró inventó el caso contrario en Los jugadores, su obra más reciente: el personaje del actor adicto al riesgo que anhela cada noche la llegada del blanco para sentir un calambrazo de vida en escena. Algunos cómicos evocan sin miedo sus peores blancos como si fueran historias lejanas, agua pasada, simple anecdotario, mientras otros (de mayor edad) callan porque temen mentar la bicha que asoma un hocico de bigotes canos.

Perder el texto equivale a perderse (o peor, hallarse) en el desierto, donde no hay dimensiones

Hay blancos que rompen récords. Veinte años, dicen, estuvo Ian Holm sin pisar un escenario al perder el texto en una obra de Pinter, y singularmente eligió otra pieza suya (Moonlight) para su regreso, como aquel enloquecido superviviente de un vuelo con bomba que cargó otra en su maleta para reducir así las posibilidades. Alfredo Landa, que siempre tenía que ser lo más de lo más, como buen navarro, me contó lo que llamaba “un blanco trifásico”, porque nació de hacer tres veces al día Ninette y un señor de Murcia: la rodaba por la mañana, a las órdenes de Fernán-Gómez, y representaba luego dos funciones en el teatro de la Comedia. Una noche, a punto de salir a escena, perdió la noción del tiempo y el espacio: no sabía si estaba en el plató, en el teatro o en el apartamento parisiense de Ninette, pero pensó: “Da igual donde esté, lo importante es salir y decir el texto”, que viene a ser lo mismo que proclamaba el anciano pastor de Los comulgantes: “Pase lo que pase, hay que decir la misa”.

Ha salido por dos veces el nombre de Pinter y ahora me viene a la cabeza una tercera: en Retorno al hogar, el actor, ya con un pie en el retiro, que interpretaba al padre, encontró un ingenuo pero efectivo sistema para escapar de escena y consultar sus líneas sin que se notara: se iba y regresaba repitiendo la frase: “Entrar y salir, entrar y salir, todo en la vida es entrar y salir”. Hay, entre los cómicos, amuletos de muy diversa laya para ahuyentar el vacío. Yo he visto una moneda antigua (con el rostro borrado), un jirón de seda roja y, el más conmovedor, una botellita de plástico con colonia infantil.

Hay blancos que generan escenas muy superiores al propio texto. Mi favorito es este. Dos actrices en escena. Una es más joven que la otra. A mitad del segundo acto, la actriz mayor cae, como si su personaje hubiera perdido la cabeza. La joven se sienta a su lado, pasa la mano sobre su hombro y comienza a lanzarle los cables precisos para salir del pozo: “¿Recuerdas cuando nos conocimos, la tarde del embarcadero, cuando me contaste la historia de tu amante y los lirios cortados?”. La gran emoción no brotó de aquella comedia insulsa sino de la hermosa amistad entre las dos actrices; la joven socorriendo, con infinita ternura y delicadeza, a la veterana que mostraba ya los primeros síntomas de su enfermedad. Dejaré en blanco los nombres de las dos.

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