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EN PORTADA / Análisis

El fin del optimismo

La confianza en el progreso hizo posible que antiguos enemigos en la Segunda Guerra Mundial se comprometiesen en la Unión Europea. Pero también ha empujado a los políticos a pensar que para superar una crisis no hace falta decidir y basta con gestionar

José María Ridao
Imagen tomada en 2007 en Bruselas ante una foto de la firma del Tratado de Roma en 1957.
Imagen tomada en 2007 en Bruselas ante una foto de la firma del Tratado de Roma en 1957.Thierry Roge (REUTERS)

La facilidad con la que se recurre al término crisis en los discursos contemporáneos no es tanto una prueba de rigor en el “diagnóstico de nuestra situación” como de resignación ante “una forma difusa de hablar”. El historiador alemán Reinhart Koselleck, fallecido en 2006, no relaciona esta sugerente observación con el momento que atraviesa la construcción europea, sino que la sitúa en el contexto más amplio del uso y el abuso de una nómina de conceptos como progreso, decadencia, enemigo o revolución, que han influido en la percepción de los fenómenos políticos y sociales a lo largo de los siglos, y que han determinado, por ello, la manera de abordarlos desde los instrumentos que ofrece el poder. En el libro póstumo Historias de conceptos (Trotta), Koselleck identifica hasta tres sentidos distintos de crisis, los tres fruto de las grandes transformaciones ideológicas que ha ido experimentando Europa desde la Edad Media y los tres vigentes en la actualidad.

En su etimología griega, crisis aludía, según Koselleck, a una “resolución definitiva, irrevocable”, e “implicaba alternativas extremas que ya no permitían ninguna revisión: triunfo o fracaso, justicia o injusticia, vida o muerte, en definitiva, la salvación o la condena”. Al incorporarse a las lenguas vernáculas europeas, el término va perdiendo esta univocidad originaria y, siempre según Koselleck, “se registra una creciente y gradual expansión” de su significado. Una primera acepción, un primer sentido que habría adquirido el término crisis erigiría a la historia en tribunal de última instancia que dicta la “resolución definitiva, irrevocable” del devenir humano. A esta primera acepción, a este primer sentido se añadiría un segundo en el que crisis haría referencia a la acumulación de conflictos que, “resquebrajando el sistema, se unen para dar lugar a un nuevo contexto” y provocan “la superación del umbral de una época”. La última acepción, el tercer y último sentido que identifica Koselleck, aludiría al acabamiento de todo, al Apocalipsis. “Es un puro concepto de futuro”, escribe, “y apunta a una resolución final”.

El trágico fracaso de las grandes utopías concebidas en el siglo XIX y llevadas a la práctica en el XX parecía haber desacreditado el primer sentido del término crisis apuntado por Koselleck. Apelar hoy a la historia como tribunal de última instancia evoca de inmediato la coartada en la que coincidieron los totalitarismos de distinto signo para justificar sus atrocidades, y tiñe de sospecha los propósitos de cualquier gobernante que remita el juicio sobre sus acciones al momento en el que estas agoten sus resultados. La sospecha se reveló fundada en algunos acontecimientos de la última década como la guerra de Irak, donde el programa de democratizar el mundo mediante las armas fue orgullosamente enarbolado para justificar una agresión militar y su inevitable cortejo de muerte y destrucción. Puesto que se trataba de una guerra, es decir, de la más grave, de la más trascendental decisión que puede adoptar el poder político, invitaba implícitamente a extraer la equívoca conclusión de que el primer sentido del término crisis apuntado por Koselleck solo estaría presente en circunstancias donde lo que está en juego es la legitimidad o la ilegitimidad del recurso a la fuerza.

“Política de austeridad” es un eufemismo, el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la Unión

Como están demostrando las políticas europeas para hacer frente a la más difícil coyuntura económica desde 1929, la tragedia excepcional de ayer estaría ocultando el drama cotidiano de hoy. Los Gobiernos de la Unión parecen haber perdido de vista que, aun no tratándose del recurso a la fuerza, aun no tratándose de la situación extrema de una guerra, están gestionando la economía desde el primer sentido del término crisis apuntado por Koselleck; esto es, están remitiendo el juicio sobre sus acciones al momento en el que estas agoten sus resultados. Cada recorte del gasto público que arroja a la exclusión y la miseria a millones de ciudadanos europeos; cada gesto de indiferencia de los Gobiernos y las instituciones comunes hacia la angustia y el sufrimiento provocado por la bancarrota de países como Grecia, Irlanda y Portugal, a los que podían seguir otros como España o Italia; cada decisión adoptada bajo el paraguas de la denominada “política de austeridad” —en realidad, un eufemismo apenas velado para designar el acta de defunción de la solidaridad como valor inspirador de la Unión—, exige erigir a la historia en tribunal de última instancia para juzgar lo que se está haciendo.

Quién sabe lo que dirá la historia de la “política de austeridad”, si es que la historia fuese una criatura capaz de tomar la palabra por sí misma y no a través de sus ventrílocuos nunca inocentes. Lo que sí se sabe, lo que sí está ya demostrado, es que remitir el juicio sobre la “política de austeridad” al tribunal de última instancia de la historia, remitirlo a la prosperidad que se supone que habrá de producir en un futuro más próximo o más lejano, está permitiendo a los Gobiernos desentenderse de la suerte de quienes desean lo mismo que cualquier ser humano en cualquier lugar del mundo, y se encuentran con que de un día para otro no pueden garantizar a sus hijos ni siquiera el alimento y el techo bajo el que viven. Las políticas que se apliquen podrán ser unas u otras, como también serán unos u otros sus efectos económicos, tanto inmediatos como diferidos, y por eso es preciso que los Gobiernos actúen con equidad y discernimiento. Pero que el poder político, que los Gobiernos se desentiendan de la suerte de los ciudadanos afectados por esas políticas, que deje de tenerlos presentes salvo en la retórica necesaria para no hundirse en las encuestas y en las citas electorales, abre un abismo moral donde la desesperación cebará el nihilismo que solo aspira a destruir lo que existe sin importar lo que haya de venir después.

Los europeos que votaron contra la Constitución se sintieron estafados cuando sus líderes siguieron adelante pese al rechazo

Mientras duró el tiempo de bonanza, la Unión Europea adoptó la mayor parte de sus decisiones instalándose en el segundo sentido del término crisis. No sin cierta frivolidad, solía repetirse desde los Gobiernos y las instituciones comunes que el proyecto de la Europa unida siempre había avanzado a golpe de crisis; en palabras de Koselleck, mediante la acumulación de conflictos que, “resquebrajando el sistema, se unen para dar lugar a un nuevo contexto” y provocan “la superación del umbral de una época”. La ventaja de que la Unión Europea adoptara la mayor parte de las decisiones instalándose en este segundo sentido del término crisis es que concedía simultánea carta de naturaleza al optimismo y al progreso. Era, en efecto, una ventaja porque sin la concurrencia de ambas premisas, sin optimismo y sin confianza en el progreso, habría resultado difícil, cuando no imposible, que los antiguos enemigos en el conflicto más devastador de todos los tiempos, la Segunda Guerra Mundial, aceptasen comprometerse en un ambicioso proyecto de integración. Pero era también un inconveniente, un formidable aunque subrepticio inconveniente, puesto que inducía en los Gobiernos y las instituciones comunes la idea de que las dificultades, de que las crisis surgidas en el proceso de la construcción europea, estaban abocadas a un desenlace siempre feliz. O una vez más en palabras de Koselleck, estaban inexorablemente abocadas al alumbramiento de “un nuevo contexto”, a la constante “superación del umbral de una época”.

El optimismo y la confianza en el progreso que derivaba de la adopción por parte de los Gobiernos y las instituciones comunes del segundo sentido del término crisis apuntado por Koselleck explica la burocratización del proyecto europeo que ha denunciado, entre otros, Hans Magnus Enzensberger. En El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela (Anagrama), Enzensberger reproduce, o finge literariamente reproducir, las preguntas y las críticas que dirige a un funcionario de la Comisión. De no tomar en consideración el optimismo y la confianza en el progreso en que se inspiran las respuestas, parecerían el soliloquio circular de un enajenado para quien el rumbo prefijado de la Unión Europea hacia su completa realización no exige decidir ante los obstáculos que sobrevengan, sino tan solo gestionar. La quiebra de Lehman Brothers y el inicio de los ataques especulativos contra el euro han puesto de manifiesto que, para que el proyecto de la Europa unida no fracase, para que alcance un desenlace feliz, es preciso decidir además de gestionar. Pero han puesto de manifiesto otra cosa, quizá más relevante: el optimismo y la confianza en el progreso desactivaron durante mucho tiempo las alarmas que debían haber saltado ante algunos obstáculos sobrevenidos en el proceso de construcción de la Europa unida.

La acepción de ‘crisis’ que está apareciendo no es la que augura un nuevo contexto sino la de Apocalipsis

Tal vez el obstáculo más grave, el obstáculo que no fue preámbulo de “un nuevo contexto” ni de la “superación del umbral de una época”, según el segundo sentido del término crisis apuntado por Koselleck, fue el rechazo de la Constitución europea en los referendos populares celebrados en Francia y en Holanda. Desechar el farragoso texto elaborado por la comisión que presidió Giscard d’Estaing no habría dejado una huella tan profunda si, en lugar de improvisar los pasos siguientes por vías de hecho, el Consejo Europeo hubiese adoptado como principal preocupación reconducir el proceso de construcción de la Europa unida a los procedimientos pactados, tanto entre los Estados miembro como entre estos y sus ciudadanos. Los europeos a los que se había solicitado el voto en los referendos sobre la Constitución se sintieron víctimas de una estafa por parte de sus líderes, que decidieron seguir adelante a pesar del rechazo expresado en las urnas y, además, jactándose de haber encontrado un camino, plasmado finalmente en el Tratado de Lisboa, que sorteaba el refrendo popular y prescindía de él.

El Tratado de Lisboa fue la criatura surgida de un precedente, convalidado al iniciarse los ataques especulativos contra el euro, por el que la voluntad de los líderes europeos comenzó a prevalecer sobre los procedimientos pactados. Hoy ese precedente está convirtiendo a la Unión, y más en concreto a la eurozona, en un espacio regido por lo que Jürgen Habermas considera en La constitución de Europa (Trotta) simples acuerdos internacionales al estilo clásico, que “poco tienen que ver con la formación de una voluntad política común de la Unión Europea”. Para hacer frente a los ataques especulativos contra el euro, la Alemania de Merkel y la Francia de Sarkozy, aunque no así la de Hollande, se erigieron en dueños absolutos de la situación y han venido imponiendo unilateralmente su criterio al resto de los miembros de la Unión. Entre las múltiples consecuencias que ha acarreado esta suplantación de los procedimientos pactados por la imposición del criterio de los líderes europeos, de algunos líderes europeos, hay una que remite a la reflexión de Koselleck en Historias de conceptos. La acepción, el sentido del término crisis que está haciendo acto de aparición en Europa, y también en el ánimo de los europeos, no es ya el que erigía a la historia en tribunal de última instancia ni tampoco el que auguraba el alumbramiento de “un nuevo contexto” y la “superación del umbral de una época”. Es la tercera acepción, el tercer sentido del término crisis, que Koselleck caracterizaba como acabamiento de todo, como Apocalipsis, el que está ganando un inquietante terreno.

Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Reinhart Koselleck. Traducción de Luis Fernández Torres. Trotta. Madrid, 2012. 320 páginas. 22 euros.

La constitución de Europa. Jürgen Habermas. Traducción de Javier Aguirre Román, Eduardo Mendieta, María Herrera, Francesc Jesús Hernández i Dobon, Benno Herzog y José María Carabante Muntada. Trotta. Madrid, 2012. 128 páginas. 15 euros.

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