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PURO TEATRO
Columna
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Lepage tropieza a lo grande

Decepción con 'Spades', la primera entrega del ciclo 'Playing Cards', de Lepage, en el Price Actores entregadísimos, deslumbrantes efectos visuales, al servicio de un texto alicorto y una puesta tediosa

Marcos Ordóñez
Escena de 'Playing cards 1: Spades' (Juego de cartas 1: Picas)
Escena de 'Playing cards 1: Spades' (Juego de cartas 1: Picas)ERICK LABBE

Junto a piezas desbordantes de genio (para citar solo las recientes: The Andersen Project y la inmensa Lipsynch), Robert Lepage se descuelga de vez en cuando con funciones que parecen oscilar entre el plato falto de cocción y el detente mientras cobro. Encabezaba ese negociado The Blue Dragon, vista hace tres años, pero acaba de ser destronada por Playing Cards 1: Spades, que se estrenó el pasado día 9 en el Circo Price dentro del Festival de Otoño en Primavera. Concebida para venderse en una serie de espacios circulares coproductores (no les detallo porque la lista es larga, y va de Toronto a Estocolmo), Playing Cards quiere ser una saga de 12 horas, esperemos que con mayor fortuna que aquella Geometry of Miracles de 2000 que solo conoció una entrega (espléndida, eso sí).

Spades (Picas, en castellano) arranca en Las Vegas en 2003, en los días iniciales de la guerra de Irak. El texto ha sido escrito por Lepage, Carole Faisant y cinco de sus intérpretes: Nuria García, Tony Guilfoyle, Martin Haberstroh, Sophie Martin y Roberto Mori. Lo más benévolo que se puede decir es que está apenas abocetado y que mejorará en gira, y lamentar que lo que se anunciaba como estreno mundial se haya quedado en bolo provincial. Puntos a favor: el entregadísimo trabajo de los actores, que encarnan a una treintena de personajes, y la no menos extenuante labor del equipo técnico. Hay que aplaudir a Jean Hazel (decorado), Xavier Gragnon-Lebrun (luz) y Jean-Sébastien Dionne (sonido), así como a los maquinistas, ocultos bajo la trampilla central, que luchan, no siempre acompañados por el éxito, para que las infinitas mutaciones se realicen a una velocidad de pasmo: siempre es una alegría ver cómo, casi por arte de magia (la magia del talento y del esfuerzo), una sala de casino se convierte en una piscina, una habitación de hotel o el centro de operaciones del ejército americano. O la poderosa imagen final, cuando todos los protagonistas, convocados por un exorcismo, parecen habitar un único cuerpo. No conviene, sin embargo, confundir esos deslumbrantes árboles con el bosque textual, que hoy por hoy aparece tan flaco como borroso. En Spades alternan dos líneas narrativas fundamentales: la “parte militar” y la “parte civil”, ambas en el ámbito de Las Vegas. La primera tiene lugar en una zona de entrenamiento del desierto del Mojave, donde se levanta un falso poblado iraquí, y la segunda en uno de los muchos hoteles con casino que se alzan en el centro urbano. La “parte militar” es de una trivialidad que eriza y se queda en melodrama puro y duro: narra el chantaje sexual que sufre un soldado danés, Holger, a manos de uno de sus jefes, con tal de proteger a su amigo Hernández, un soldado español que se esfuma prontamente de la función mientras Holger enloquece, se toma por un caballero medieval (yelmo incluido) y se hace matar por Aisha, una puta argelino-española. Si no han comprendido demasiado bien este giro, les aseguro que yo tampoco. La “parte urbana” se parece bastante a Hotel, aquel novelón de Arthur Hailey, pero con muchas pretensiones de diagnóstico social y algún que otro vuelo esotérico-cuántico, como la teoría de las cuerdas y su multiplicidad de universos, que Lepage ha ilustrado con mayor brío en obras anteriores. Tres episodios se entrecruzan: a) un cowboy que parece salido de una película de Lynch empuja a una pareja de recién casados a sus respectivos abismos, en lo que se diría un Twilight Zone alargado, mientras por el desierto, dando vueltas a la circunferencia escénica, vaga un chamán cuyas intenciones no están muy claras (se admite la posibilidad de que cowboy y chamán sean la misma persona; b) Mark, británico, exjugador compulsivo, mantiene una complicada relación con Gabrielle, francesa, exalcohólica, y alcanza redención tras vía crucis existencial: esa fue la historia que más me interesó, la mejor interpretada y los personajes con más posibilidades de desarrollo; c) el abajo del dudoso arriba: las peripecias de unos cuantos trabajadores del hotel, todos ellos latinos, y con escaso relieve más allá de la previsible etiqueta de “humillados y oprimidos”.

El montaje dura tres horas, sin pausa, lo que acaba siendo una tortura innecesaria

El montaje dura tres horas. Sin pausa, lo que acaba siendo una tortura innecesaria. El ritmo avanza a sacudidas como una cañería atascada, y abundan las escenas “de transición”, presuntamente pautadas para “cubrir” los cambios escenográficos: diría que piden amputación a gritos los comentarios ultratópicos con que se recibe en la cocina del hotel el discurso televisivo de Bush declarando la guerra, y los desbravadísimos números musicales, que más que en Las Vegas parecen suceder en un club de carretera. Hay también una irritante tendencia a reemplazar tema por enunciado, como la imagen de Sadam y sus capos convertidos en ases de la baraja por el ejército yanqui, que se muestra a palo seco, sin el menor desarrollo dramático. Me dicen que Lepage y sus actores andaban cortos de ensayos, que se les ha echado el tiempo encima, que eso le puede pasar a cualquiera… No sé lo que habrá costado Spades, pero intuyo que barato no ha de ser, lo que me suscita dos preguntas. Una: ¿no es más razonable “comprar tiempo” para trabajar el texto antes que para vestirlo? Dos, corolario de la anterior: ¿era imprescindible estrenar un espectáculo que a todas luces no está listo, con el riesgo añadido de que esa primera entrega del ciclo reduzca las ganas de ver las siguientes? Departamento de Comparaciones Odiosas: mientras veía el espectáculo pensé que hay una función de tres horas (con pausas), con seis actores interpretando a una miríada de personajes, que, curiosamente, también sucede en Las Vegas, y que llega muchísimo más lejos que Spades con una milésima parte de lo que imagino habrá costado. Esa función se llama La estupidez y la escribió y dirigió el argentino Rafael Spregelburd. En 2003 ganó el Premio Tirso de Molina, y en 2005 se presentó en el Festival de Otoño y en Temporada Alta. También he visto, en Teatros del Canal, El maestro y Margarita, de Théâtre de Complicité. Extraordinaria, maravillosa. En breve se lo cuento.

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