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“México es mi herencia, no mi indiferencia”

Extractos del discurso de Carlos Fuentes cuando recibió el Premio Cervantes 1987

"México es mi herencia, pero no mi indiferencia; la cultura que nos da sentido y continuidad a los mexicanos es algo que yo he querido merecer todos los días, en tensión y no en reposo. Mi primer pasaporte -el de ciudadano de México- he debido ganarlo, no con el pesimismo del silencio, sino con el optimismo de la crítica. No he tenido más armas para hacerlo que las del escritor: la imaginación y el lenguaje.

Son éstos los sellos de mi segundo pasaporte, el que me lleva a compartir este premio [el Cervantes] con los escritores que piensan y escriben en español. La cultura literaria de mi país es incomprensible fuera del universo lingüístico que nos une a peruanos y venezolanos, argentinos y puertorriqueños, españoles y mexicanos. Puede discutirse el grado en el que un conjunto de tradiciones religiosas, morales y eróticas, o de situaciones políticas, económicas y sociales, nos unen o nos separan; pero el terreno común de nuestros encuentros y desencuentros, la liga más fuerte de nuestra comunidad probable, es la lengua -el instrumento, dijo una vez William Butlerler Yeats, de nuestro debate con los demás-, que es retórica, pero también del debate con nosotros mismos, que es poesía.

Debate con los demás, debate con nosotros mismos. Nos disponemos, así que pasen cuatro años, a celebrar los cinco siglos de una fecha inquietante: 1492. Vamos a discutir mucho sobre la manera misma de nombrarla. ¿Descubrimiento, como señalan las costumbres, o encuentro, como concede el compromiso? ¿Invención de América, como sugiere el historiador mexicano Edmundo O'Gorman; deseo de América, como anheló el Renacimiento europeo, hambriento de dos objetivos incompatibles: utopía y espacio; o imaginación de América, como han dicho sus escritores de todos los tiempos, de Bernal Díaz del Castillo a Sor Juana Inés de la Cruz, y a Gabriel García Márquez?

Los cinco siglos que van de aquel 92 a éste se inician, también, con la publicación de la primera gramática de la lengua castellana, por Antonio de Nebrija. Y aunque Nebrija designa a la lengua como acompañante del imperio, hoy reconocemos la otra vertiente de la celebración y ésta es la crítica. La lengua de la conquista fue también la de la contraconquista, y sin la lengua de la colonia no habría lengua de la independencia.

Hablo de un idioma compartido, con mi patria, con mi cultura y con sus escritores. Quiero ir más lejos, sin embargo. Esta lengua nuestra se está convirtiendo, cada vez más, en una lengua universal, hablada, leída, cantada, pensada y soñada por un número creciente de personas: casi 350 millones, convirtiéndola en el cuarto grupo lingüístico del mundo; sólo en los EEUU de América sus hispanoparlantes transformarán a ese gran país, apenas rebasado el año 2000, en la segunda nación de habla española del mundo. Esto significa que, en el siglo que se avecina, la lengua castellana será el idioma preponderante de las tres Américas: la del Sur, la del Centro y la del Norte. La famosa pregunta de Rubén Darío -¿tantos millones hablarán inglés?- será al fin contestada: no, hablarán español.

Nuestra imaginación política, moral, económica, tiene que estar a la altura de nuestra imaginación verbal. Esta lengua nuestra, lengua de asombros y descubrimientos recíprocos, lengua de celebración pero también de crítica, lengua mutante que un día es la de san Juan de la Cruz y al siguiente la de fray Gerundio de Campazas y al día que sigue, lengua fénix, vuela en alas de Clarín, esta lengua nuestra, mil veces declarada, prematuramente, muerta, antes de renacer para siempre, a partir de Rubén Darío, en una constelación de correspondencias trasatlánticas, ha sido todo esto porque ha sido espejo de insuficiencias, pero también agua del deseo, hielo de triunfos y cristal de dudas, roca de la cultura, permanente, continua, en medio de borrascas que se han llevado a la deriva a tantas islas políticas; vidrio frágil, la lengua nuestra, pero ventana amplia, también, gracias a los cuales tenemos refugio y compensación, así como visión y conciencia, de los tiempos inclementes.

La lengua imperial de Nebrija se ha convertido en algo mejor: la lengua universal de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, de Julio Cortázar y Octavio Paz. La literatura de origen hispánico ha encontrado un pasaporte mundial y, traducida a lenguas extranjeras, cuenta con un número cada vez mayor de lectores. ¿Por qué ha sucedido esto? No por un simple factor numérico, sino porque el mundo hispánico, en virtud de sus contradicciones mismas, en función de sus conflictos irresueltos, en aras de sus ardientes compromisos entre la realidad y el deseo, y a la luz de la memoria colectiva de nuestra historia, que es la historia de nuestras culturas, plurales de nuestro lado del Atlántico -europeos, indios, negros y mestizos- pero de este lado también -cristianos, árabes y judíos-, ha podido mantener vigente todo un repertorio humano olvidado a menudo, y con demasiada facilidad, por la modernidad triunfalista que ha protagonizado, entre aquel 92 y éste, la historia visible de la humanidad.

Hoy, que esa modernidad y sus promesas han entrado en crisis, miramos en torno nuestro buscando las reservas invisibles de humanidad que nos permitan renovarnos sin negarnos, y encontrarnos en la comunidad de la lengua y de la imaginación española dos surtidores que no se agotan.

Mas apenas intentamos ubicar el punto de convergencia entre el mundo de la imaginación y la lengua hispanoamericana y el universo de la imaginación y el lenguaje de la vida contemporánea, nos vemos obligados a detenernos, una y otra vez, en la misma provincia de la lengua, en la misma ínsula de la imaginación, en el mismo autor y en la obra misma, que reúnen todos los tiempos de nuestra tradición y todos los espacios de nuestra imaginación.

La provincia -acá abajo, con Rocinante- es La Mancha. La ínsula -allá arriba, con Clavileño- es la literatura. El autor es Cervantes, la obra es el Quijote. (…)

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