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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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El artista-esponja

Manuel Rodríguez Rivero

Recorriendo la exposición que La Casa Encendida ha dedicado a Diego Lara (1946-1990) caí en la cuenta de que, aparte de mi tío, el pintor grancanario Juan Guillermo (1916-1968), él fue el primer artista que conocí y, desde luego, el que me ha dejado una huella personal más intensa. Tesi, que es como le llamábamos, era un tipo carismático y seductor que concitaba inmediatamente la adhesión de sus amigos, logrando que compartiéramos su insaciable curiosidad, su entusiasmo por lo nuevo y su afilado sentido crítico hacia todo lo que oliera a mercadería ideológica desechable. Me enseñó a arrojar panfletos de modo que cayeran dispersos desde el piso alto de la Facultad, me dio a leer a César Vallejo y a Franz Fanon y, junto con otros amigos —algunos ya fallecidos— comprendimos juntos que uno podía amar con pasión el cine de Ford o la música de The Cream y rebelarse al mismo tiempo contra la casposa dictadura. Esa apertura a lo nuevo que venía de lejos —en un país en el que hasta las precarias alternativas a lo existente parecían contaminadas de mediocridad— despertaba abundantes recelos entre quienes sostenían que la lucha política debía discurrir por un solo sendero en el que eran obligatorias determinadas opciones estéticas y morales. Recuerdo, por citar un ejemplo, el pequeño escándalo que se suscitó en los círculos izquierdistas de la Facultad de Filosofía de entonces, cuando, durante la representación en el Paraninfo de algunas de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, que Diego había adaptado y dirigido, un personaje se adelantaba al proscenio y espetaba al público una frase que a algunos se nos antojó una reconfortante declaración de principios: “¡Ah, el realismo, qué infierno!”.

Diego era despierto y espontáneo, trabajador e indisciplinado, irónico y solemne hasta la guasa. Le encantaba fabricarse un personaje y enriquecerlo con los cambios que le iba imprimiendo, según se los inspiraban las películas que le gustaban, los poemas que leía o las imágenes de las que se apropiaba con la voracidad de una esponja, y a las que confería nueva vida manipulándolas. Era, como Jay Gatsby, romántico y leal, y se atenía como Lemmy Caution —el bergsoniano detective de Alphaville, una de aquellas películas de Godard que nos cambiaban la vida durante 15 días— “a los datos inmediatos de la conciencia”. Pero uno de los rasgos de su personalidad que más me fascinaban era su maravilloso don para llevar al papel sus ideas —y no sólo estéticas— perfectamente expresadas en imágenes. Más intuitivo que técnico, recuerdo la impresionante seguridad con que empezaba a dibujar un personaje a partir de unos trazos diminutos que, en seguida, se convertían en la uña del dedo pulgar de quien, sólo más tarde, conoceríamos también el rostro, como si la única manera de acceder al centro fuera desde la anécdota, como hacía Conrad en sus novelas. Y recuerdo también su extraordinario dominio de las manualidades, la concienzuda determinación con que recortaba anuncios de un número atrasado de Popular Mechanics y los ensamblaba primorosamente con el rostro de una hermosa mujer sobre una reproducción de De Kooning. El talento de Diego Lara también residía en sus manos.

De todo ello y de otras muchas cosas —incluyendo los muchos Diegos más o menos ocultos en Diego Lara— da buena cuenta la exposición Be a Commercial Artist, comisariada por Amaranta Ariño y cuyo estupendo catálogo ha sido diseñado por Bruno Lara. Los textos (de Amaranta Ariño, Ángel González García, Valentín Roma y Juan Antonio Molina Foix) contextualizan una obra irrepetible que contribuyó decisivamente a los profundos cambios en el modo de entender el diseño gráfico que tuvieron lugar en España durante los años setenta y ochenta. Y, de modo especial, en el campo de la edición (libros, revistas, catálogos), dialogando (a veces a gritos) sin cesar con el trabajo de quienes, como Daniel Gil, Alberto Corazón o Enric Satué, lograron que el libro volviera a ser —además— un objeto hermoso.

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