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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Encaramado al árbol del jacarandá

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

Feria internacional del libro de Londres, 2012. Hace unos años en sus corrillos y foros se hablaba de la emergencia de las transnacionales, de la dictadura de las cadenas libreras, del ascenso del agente literario, de las nuevas tecnologías, de la digitalización de la lectura. Este año se habló, sobre todo, de China, protagonista absoluta de la Book Fair, y a quien el sector británico, inmerso en una crisis que está dando al traste con las librerías “de calle mayor”, parece contemplar como un nuevo Eldorado. Con 170.000 puntos de venta diseminados por todo el país y una clase media ascendente hambrienta de educación y conocimientos, China ya ha dejado de ser un gigantesco taller de artes gráficas baratas para convertirse en un cliente privilegiado y exigente, de ahí las colas que podían verse ante los lujosos estands del pabellón 2 de Earls Court, en el que también había asentado sus reales por primera vez Amazon.com (y, más sorprendentemente, la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía). Por lo demás, la crisis se ha hecho más evidente en la capital de la libra esterlina, a pesar del regalo de los Juegos Olímpicos. Junto a Gerrard Street, en el corazón turístico de Chinatown, han aparecido prostitutas orientales que ofrecen rápidos massages, algo jamás visto en el barrio. Cerca, en la antigua y muy librera Charing Cross, la antes excelente librería Blackwell’s se ha desprendido de parte de su espacio y ha reducido el fondo: durante una estancia de más de dos horas no conté en ella más de una quincena de clientes. Y en la legendaria Foyle’s lo más animado era el café (afuera llovía). Volviendo a la Book Fair, lo más buscado y ofertado (además de las consabidas novelas “negras”) sigue siendo la ficción escrita por mujeres (especialmente de países culturalmente lejanos), con predominio de temas “inspiracionales”: historias de amor y de amistad, pero sobre todo de heroísmo femenino y “superación”, y aún mejor si en la narración se entreveran recetas gastronómicas locales. El “libro de la feria” ha sido, sin duda, Children of the Jacaranda Tree, de la iraní (licenciada por Berkeley y residente en Turín: no es una paria) Sahar Delijani, que cuenta una historia multigeneracional con todos los requisitos para convertirse en uno de esos éxitos que se amoldan a los gustos hegemónicos globales. La ha comprado por un anticipo de “seis cifras” Weidenfeld & Nicolson (un sello del grupo Orion, que a su vez pertenece a Hachette), lo que ha dado pie a que determinadas terminales mediáticas ya estén haciendo su promoción internacional (si cuesta tanto tiene que ser buena, reza subliminalmente el mensaje). En fin, la veremos pronto traducida, de modo que paciencia y a ver quién se la queda.

Traducciones

En cuanto a las traducciones, uno tiene sus manías. Ya sé que las de Shakespeare que publicó Astrana Marín a finales de los años veinte del siglo pasado distan de ser filológicamente correctas, y que su castellano resulta hoy casi tan “arcaico, barroco y castizo” como el de José Mor Fuentes, que fue el autor de la primera (1842) versión española de la grandiosa Decadencia y caída del Imperio Romano, de Edward Gibbon. Pero ocurre —ay— que la primera vez que leí (y me rendí) a Shakespeare lo hice de la mano de Astrana y, salvo el propio autor en su lengua (a la que accedí más tarde), ya no hay quien elimine de mi maltrecho oído la resonancia de aquella prosa redicha y apasionada. Incluso cuando me enfrento a traducciones más recientes —y mejores— de, por ejemplo, Valverde, Conejero, Pujante o Molina Foix, echo de menos aquella sonoridad obsoleta y majestuosa que tengo incrustada en algún pliegue de mi cerebro. Por no hablar de las notas inolvidables (y a menudo sesgadas) que el cervantino Astrana introducía como explicaciones, glosas o comentarios a las obras del Bardo. Recuerdo, por ejemplo, aquella estupenda con la que el esforzado polígrafo conquense justificaba a pie de página su traducción del Aroint thee, witch! que le dicen a una de las brujas de Macbeth (acto I, escena III), por un castizo “¡arredro vayas, bruja!”, una exclamación, por cierto, que como incontenible reflejo condicionado me viene a mi enferma cabeza cada vez que se me aparece en la pantalla (o en mis pesadillas) cierta Presidenta de comunidad autónoma. Viene lo anterior a cuento de la nueva (y espléndida) traducción de la obra maestra de Gibbon llevada a cabo por José Sánchez de León Menduiña, y cuyo primer volumen (de dos) acaba de publicar Atalanta. Me ha bastado con repasar algunos pasajes que me gustan particularmente para comprobar que la nueva es, con su prosa elegante y rítmica, la traducción que se merecen los lectores españoles del siglo XXI, de modo que es la que desde aquí les recomiendo. Pero, qué quieren que les diga, yo me siento más hecho a la antigua, que es la que (por ahora) conservo en un estante elevado de mi caótica biblioteca. Y es que, además de su lenguaje “arcaico, barroco y castizo”, en la nueva echo también de menos algunas notas simpáticas (aunque quizás espurias) incluidas en la edición anterior (ignoro si procedentes de otras ediciones británicas), como aquella que en el capítulo VI aclaraba que el vicioso Heliogábalo (uno de mis emperadores literariamente favoritos, gracias a Antonin Artaud) había nombrado ministros a tres de sus amantes (un bailarín, un cochero y un barbero) en razón de la enormitate membrorum. Se conoce que al divino césar le gustaban bien dotados.

Montaña

Supongo que si salieron a curiosear (e incluso a comprar) para Sant Jordi o para ese pariente (algo más pobre y madrileño) que es la Noche de los Libros, ya se habrán dado cuenta de que la avalancha de novedades continúa, como si las realidades de un mercado deprimido no alteraran los planes editoriales. Ante tanto material uno se siente como el agobiado escalador de una interminable montaña de libros en la que no es fácil decidir qué comprar con un presupuesto bastante más reducido que el de otros años y menos margen para el capricho. Algo todavía más difícil si ya se ha gastado una parte en la trilogía distópica de Los juegos del hambre (Molino), de Suzanne Collins, que es la lectura preferida esta temporada por los quinceañeros y demás “jóvenes adultos” de todo el planeta-imperio. En mi caso, esta vez me he inclinado por libros menos evidentes, como la colección de relatos minimalistas Dime, de Mary Robison, que acaba de publicar Alba en una nueva serie dirigida por la escritora María Tena, o la trilogía de novelas cortas (La señora Kirchgessner, El níspero y Los lugares del delito), de Luigi Pintor (El Aleph), fundador junto con Rossana Rossanda de Il Manifesto (1969) y uno de los más influyentes periodistas italianos de izquierda de la segunda mitad del siglo XX. Ambos han sido estos días lecturas provechosas, y hasta balsámicas, si considero el estado de ánimo tremendamente deprimido en que me sumieron los resultados obtenidos por madame Le Pen en le premier tour. A ver si ahora resulta que gana otra vez Merkozy y, encima, teniendo que hacer concesiones al neofascismo rampante. Lo que faltaba.

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