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DIOSES Y MONSTRUOS
Columna
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Caza con riesgo (y no de rotura de cadera)

Las películas de Akira Kurosawa, John Ford, Howard Hawks, Richard Brooks… sobre la ancestral actividad de los cazadores

Carlos Boyero
Robert de Niro, en una imagen de 'El cazador' (1978), de Michael Cimino.
Robert de Niro, en una imagen de 'El cazador' (1978), de Michael Cimino.

Cuentan que un deprimido Akira Kurosawa, el creador de la muy triste Ikiru, o sea, Vivir, tuvo en algún momento la urgencia de morir. Por decisión propia, con el coraje y la desolación suprema que exige el suicidio. No le salió bien. Pero poco después, la posibilidad de una coproducción con el cine ruso, una película a rodar en la tundra siberiana, parece ser que ayudó a volver a afirmarle en la vida. Y, de paso, le hizo a la historia del cine uno de los regalos más hermosos y poéticos que ha recibido nunca. Dersu Uzala cuenta la larga y conmovedora amistad en medio del peligro que entraña la tundra cuando la naturaleza se cabrea entre un oficial del Ejército ruso y un viejo cazador. Ese hombre primitivo y sabio, experto en supervivencia, no caza por placer sino como medio de vida, respeta los rituales de la jungla, sabe con inmenso pesar e inconsolable fatalismo que verse obligado a matar a un tigre totémico despertará el furor del bosque y le pasará cuentas. Ese admirable cazador, que entre otras cosas le ha salvado más de una vez la vida al cartógrafo, sentirá cómo esos ojos que le han permitido sortear tantas amenazas de la naturaleza comienzan a nublarse y aceptará provisionalmente el refugio en la civilización y al lado de su familia que el amigo le ofrece. El final será inevitablemente trágico. También lógico.

Disfrutando por incontable vez de la ficción Dersu Uzala y agotado por la realidad ante la sórdida noticia de un monarca que se ha estropeado la real cadera mientras baleaba a plácidos elefantes, recuerdo el tratamiento que ha ofrecido el mejor cine de esa actividad ritual, lúdica, profesional o salvaje que practican ancestralmente los hombres. Por necesidad o por capricho, jugándose la existencia o a cubierto. Y cómo no entender al masacrado personaje que interpreta Robert de Niro en la dura, honda y preciosa El cazador, a ese introvertido y legal individuo que tanto disfrutaba matando ciervos con sus resacosos amigos en las montañas de Pensilvania y que después de haber sobrevivido al infierno de Vietnam, obligado a jugar a la ruleta rusa con sus colegas, se siente sensitiva y racionalmente incapaz de disparar a esos espléndidos animales que no le han hecho nada malo. Tampoco se divertía matando animales aquel solitario vocacional llamado Jeremiah Johnson que, después de encontrar su lugar en el mundo en medio de la naturaleza, vio cómo la fatalidad se lo arrebataba, transformando al sosegado trampero en un vengador épico. Clark Gable y sus perdedores amigos atrapaban y domaban caballos salvajes en Vidas rebeldes. Y Gable lo hacía por última vez, aunque su corazón amenazara con estallarle, aunque Marilyn Monroe gritara en medio del desierto acusándole de hacer negocio encarcelando a esas criaturas libres y salvajes, porque estaba en juego su profesionalidad, lo que había otorgado un poco de sentido a su maltrecha vida. Y después de haberla sometido, dejaba marchar a su presa.

Hablemos de profesionales, de gente que hace lo que tiene que hacer y posee lo que hay que tener. Una de las mayores odas que ha dedicado el cine a la profesionalidad y tal vez la más grandiosa película que se ha realizado sobre la caza es Hatari, firmada por un Howard Hawks en estado de gracia, algo habitual en un director que hablaba poco de su arte, pero tan seguro de que hacía modélicamente su trabajo como esos cazadores de rinocerontes que parten al amanecer a una cita cotidiana en la que se juegan la vida si cometen el menor fallo, con el gran John Wayne de boss racional y expeditivo, arropados por la impresionante banda sonora de Henry Mancini.

Recuerdas este género al que el buen cine ha dotado tantas veces de suspense, complejidad y emoción con agradecida memoria

John Ford también pisó África para hablar de la caza. En realidad, creo que le interesaba más que filmar las costumbres de los animales salvajes volcarse en el retrato de esa mujer transparentemente fordiana que interpreta la más que guapa Ava Gardner, deslenguada, bebedora, volcánica, mordaz, sensual y perdedora. Gable, haciendo sin esfuerzo de gran machote, tenía que decidir si se quedaba con ella o con la delicada y meliflua Grace Kelly. Afortunadamente, recobraba la lucidez y elegía lo que haría cualquier hombre con buen gusto que supiera un poco de auténticas mujeres.

Meryl Streep, aquella señora rota por la pérdida que susurraría con tono elegiaco hasta el último día de su vida esa frase impregnada de nostalgia de “yo tenía una granja en África”, se enamoraba en la siempre emocionante y memorable Memorias de África de un cazador profesional con espíritu innegociablemente independiente, de un hombre blanco con corazón de guerrero masái. Este le enseñaba a la valiente baronesa que solo matas a los leones si estos te van a atacar, si tienes que defender tu vida. Y hablando de leones, qué miedo daban los de Demonios de la noche, depredadores majestuosos especializados en matar seres humanos.

Creo recordar que en las películas de Tarzán protagonizadas por Weissmuller los malvados siempre eran los cazadores blancos. Pero había de todo entre los cazadores de bisontes de la amarga y espléndida La última cacería, dirigida por Richard Brooks, el creador de mi amada Los profesionales. Creo recordar que el personaje que interpretaba Robert Taylor era chungo y Stewart Granger se sentía muy cansado. Y es terrible, como nos cuenta Clint Eastwood en la turbia Cazador blanco, corazón negro, que John Huston aceptara rodar La reina de África con la exclusiva intención de poder cargarse a un elefante.

Hay veces en que las acosadas presas no son las fieras, sino los hombres. Richard Connell escribió El juego más peligroso, un escalofriante y aromático relato en el que el dueño de una isla caribeña se ha cansado de cazar animales a través del mundo y ahora concentra su deseo y su reto en acorralar y destruir a los náufragos que han ido a parar a su isla y a los que ha ofrecido inicialmente hospitalidad. Ernest Schoedsack, el coautor del primer y maravilloso King Kong, describió muy bien esa caza del hombre en El malvado Zaroff. Y él volvió a adaptar esa jugosa historia en Huida hacia el sol. Cornel Wilde no se basó en ella en la inquietante La presa desnuda, pero ese argumento también guardaba relación con la historia del hombre blanco al que una tribu de indígenas le ofrece la libertad si logra sobrevivir durante un día a su caza.

Recuerdas este género al que el buen cine ha dotado tantas veces de suspense, complejidad y emoción con agradecida memoria. Todo lo contrario que el accidente de un rey aficionado a que le monten safaris en los que presumiblemente no existe ningún peligro de que te embistan los animales que pretendes matar gratuitamente. Eso solo provoca bochorno.

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