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DIOSES Y MONSTRUOS
Columna
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Wilder, genio, mordacidad y corazón

Las grandes obras del cineasta nunca se apuntaron a las modas, aunque a veces las crearon, y se mantienen frescas y sugerentes

Carlos Boyero

Hace diez años que murió Billy Wilder. Había cumplido 95, pero esa longevidad no desgastó sus muchas y deslumbrantes neuronas, no ralentizó su expresividad, no privó de sarcasmo, gracia y lucidez a su afilada boca. Solo le vi y escuché una vez. En 1993. En la rueda de prensa que dio en el festival de Berlín. Ante un público hipnotizado, con la sensación colectiva de que estábamos ante una de las escasas leyendas vivas que le quedaban al cine, un artista intemporal e incomparable haciendo comedia y drama, mezclando la luz y la oscuridad, hablando con penetración y mordacidad de las miserias de los seres humanos pero también comprendiendo sus razones para ser como son y actuar como actúan, demostrando que la ferocidad descriptiva no es incompatible con la ternura, creando personajes, situaciones y diálogos que serán evocados con admiración, sonrisas, risas y emoción por la cinefilia de cualquier época. Las grandes películas de Wilder, que son bastantes, se mantienen frescas y sugerentes a lo largo del tiempo, nunca se apuntaron a las modas aunque a veces las crearon, desprenden inteligencia y complejidad, están primorosamente escritas, poseen el ritmo y la atmósfera que necesita cada historia, jamás es previsible el desarrollo ni el desenlace, recuerdas con nitidez no ya lo que les ocurre a los protagonistas sino que también los personajes secundarios alcanzan vida propia, siguen provocándote la carcajada gags perfectos y frases más que ingeniosas que te sabes de memoria, siguen colocándote un nudo en la garganta o un escalofrío momentos, circunstancias y sentimientos trágicos, la comicidad y el drama llevan el sello de un cerebro tan poderoso como original, frecuentemente es lírico pero no hace ostentación de ello, prefiere que los cretinos le etiqueten como un cínico en vez de un poeta del claroscuro.

Cuentan que Wilder siempre supo buscarse la vida (incluidos trabajos golfos como bailarín de alquiler y gigoló en Viena) y ese conocimiento tan exhaustivo de ella, de sus espacios abiertos, sus callejones, sus cloacas, sus infinitos matices, resulta transparente en su obra. Hubiera sido un rey judío en el cine alemán, pero el instinto o la certidumbre de que el horror iba a cebarse con su raza, de que no solo su talento tendría problemas para expresarse sino que lo más probable es que también intentarían acabar con su existencia le aconsejó emigrar a Estados Unidos. Allí se enteró de que a su madre y a varios miembros de su familia los habían exterminado en los campos de concentración. Imagino que esas salvajes pérdidas pueden desequilibrar a perpetuidad el corazón y la personalidad del que lo ha sufrido, pero Wilder se las ingenió para sobrevivir mentalmente a ese infierno.

Son muy pocos los directores que han creado tantas obras maestras como Billy Wilder, fallecido hace diez años

Y a diferencia de tanto artista maldito acosado por la mala suerte, o por no haber sido comprendido y valorado por su época, o por su capacidad autodestructiva, la brillantez de Wilder siempre estuvo bendecida por el éxito. Trabajó como guionista para los mejores directores de Hollywood. Y cuenta que aprendió varias cosas imprescindibles de Lubitsch, dueño de aquel inimitable “toque”, elegante, malicioso, sutil y vitalista. Lubitsch supo trasladar magistralmente a su universo los transgresores y muy divertidos guiones de Wilder en La octava mujer de Barba Azul y Ninotchka. Igualmente, Wilder le ofreció a Howard Hawks, alguien con un estilo tan poderoso que lograba hacerlo invisible, la hilarante y tierna historia de los sabios enciclopédicos que no saben nada del mundo y la vividora que lo aprendió todo en la calle en la modélica Bola de fuego. Y poco después comenzó a dirigir. Logrando numerosos triunfos y pocos fracasos. Películas con un nivel de calidad altísimo que muchas veces sedujeron conjuntamente al gran público, a los Oscar, a la gente de la industria, a la crítica sin problemas de miopía (con alguna excepción, como Andrew Sarris, señor inteligente y perspicaz que durante mucho tiempo fue ciego ante el cine de Wilder), a los inversores. No necesitó ser arribista, ni complaciente, ni servil, para encontrar su merecido lugar en el sol. Su arte le proporcionó mucho dinero, respeto, satisfacción y gloria. Y una huella perdurable en tantos narradores de historias. El agnóstico Fernando Trueba, en una dedicatoria memorable al recibir el Oscar por Belle Epoque, declaraba que Wilder era su Dios. Este año, Michel Hazanavicius, autor de esa pequeña joya titulada The artist, deudora en su argumento de El crepúsculo de los dioses, aunque aquí no acabe en tragedia el perdurable derrumbe de esa estrella del cine mudo que no supo adaptarse al sonoro, también citaba con agradecimiento el cine de Wilder al recoger el Oscar. Pero incluso una vida profesional tan plena como la de este director genial se topó con la injusticia al hacerse viejo. Wilder se despidió del cine en 1981 con la decepcionante Aquí un amigo, que parecía una caricatura patética de sus esencias, un naufragio a pesar de que sus fieles actores y amigos Jack Lemmon y Walter Matthau se pusieran a su servicio en esa cita postrera. Pero Wilder seguía teniendo proyectos, no aceptaba su jubilación en una industria que le debía tanto. Y ninguna productora le permitió realizar esos deseos. Tuvo que resignarse a pasar los últimos veinte años de su vida recibiendo homenajes. Es dudoso que eso le consolara de no poder seguir haciendo películas.

Repasas con pasmo y agradecimiento su larga filmografía y te afirmas en que son muy pocos los directores que han creado tantas obras maestras como lo hizo él. Y recuerdas con veneración y también angustia al agonizante McMurray en Perdición intentando contarle a su jefe y a sí mismo la volcánica pasión que le llevó al asesinato, al borracho Ray Milland arrastrando su vértigo por las calles e intentando desesperadamente empeñar su máquina de escribir para poder comprar una botella en Días sin huella, la voz de un muerto reviviendo su antigua degradación y las singulares circunstancias que provocaron su final en El crepúsculo de los dioses, a un periodista carroñero que quiere lograr reconocimiento y poder explotando la tragedia de un moribundo en El gran carnaval. Pero si las anteriores están asociadas al drama, es imposible que no aparezca tu sonrisa al recordar a los músicos travestidos que se han colado en una orquesta de mujeres de Con faldas y a lo loco, al director de la Coca-Cola intentando transformar en unas horas febriles a su futuro yerno y fervoroso comunista en un capitalista modélico en Uno, dos, tres, a los periodistas que van a escribir de la ejecución de un patético anarquista en Primera plana. Y la risa se mezcla con la emoción cada vez que recuerdo o vuelvo a ver la mejor tragicomedia de la historia del cine. La protagonizan una ascensorista que siempre se ha enamorado de los que la harán sufrir y un ratón trepador al que el amor transformará en un héroe. La devolución al jefe de la llave del lavabo para ejecutivos por parte de ese arribista redimido que ya no va a prestar jamás su casa para que el jefe se folle a la mujer que él ama es uno de los momentos más épicos y románticos que ha creado el cine. Esa película maravillosa se titula El apartamento. Cuando pienso en la visión sobre las personas, los sentimientos y las cosas del cine de Wilder, lo asocio con las canciones de Brassens. Y no es por capricho. Los dos están muertos. Bueno, nos queda Woody Allen. Nos queda Leonard Cohen. O

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